Por Ignacio Medina
La cocina debería ser un terreno lleno de compromisos. La búsqueda de la calidad y la personalidad de los productos que definen una cocina implican mandatos como el respeto de las vedas y de la estacionalidad de los productos o la defensa del medio natural. El estallido de los transgénicos en plena cara de los peruanos plantea nuevas situaciones, muestra nuevas amenazas y exige nuevas obligaciones a cocineros y consumidores.
Cuando se trata de transgénicos hay dos temas que deben preocupar. Por un lado la salud. Lo plantearon hace unos años los propios científicos de la FDA (Food and Drug Administration), organismo encargado del control alimentario en Estados Unidos –al final el mayor vivero de especialistas y directivos de Monsanto ¿casualidad?-, exigiendo estudios más completos y prolongados, tras el hallazgo de altas concentraciones de toxinas en los productos transgénicos, y abriendo la puerta a un nuevo problema a medio plazo: “pueden producir nuevas alergias nunca vistas”. La posibilidad de que alimentos transgénicos concebidos y creados para el ganado puedan llegar al ser humano es otra realidad que debería prender todas las señales de alarma.
La segunda batalla de los transgénicos se pelea en el campo y es una lucha tan llamativa como plagada de interrogantes. La base de los cultivos transgénicos son las macro explotaciones agrarias. Se precisan grandes superficies cultivables para garantizar la rentabilidad del negocio y se precisa un mínimo de 500 metros de separación entre plantaciones para evitar la contaminación de tierras dedicadas a cultivos tradicionales. Buscar eso en un país como el Perú, cuyo suelo destinado a la agricultura apenas supera el 2,4 % del territorio, plantea una pregunta inmediata: ¿Dónde se emplearán las semillas transgénicas? Hay quien habla, por ahora en voz baja, de deforestar algunas áreas de la región amazónica. De confirmarse sería una tragedia descomunal: cada hectárea deforestada es una hectárea en la que ha muerto la biodiversidad, una hectárea menos en el último gran pulmón del planeta y, a largo plazo, una hectárea desertizada por los monocultivos.
Altas concentraciones de toxinas, aparición de nuevas alergias y enfermedades, ocultamiento de información, agresiones al medio natural, amenaza contra los cultivos tradicionales, empobrecimiento del medio agrario (en esta historia se pueden conseguir grandes beneficios, pero para muy pocos), cerco a la biodiversidad natural… Son algunas de las consecuencias conocidas que incorpora la llegada de transgénicos a un país. Las otras todavía están por conocerse.
No faltará quien celebre el decreto del Ministerio de Agricultura -hay de todo y para todos-, pero esta historia me ha traído a la memoria la vieja aventura de la implantación de la papa en Irlanda. La papa llegó a Europa rodeada de prejuicios y no irrumpió en la cadena alimentaria hasta bien entrado el siglo XVIII, primero en Francia y luego en países como Irlanda, donde se convierte en monocultivo absoluto utilizando una sola variedad (creo que se llamaba Lamper). Todo fue bien hasta 1845, cuando un barco lleva a Irlanda un moho que ataca de forma específica esa variedad de papa. El resultado: tres años de terrible hambruna, el empobrecimiento del país y un millón de muertos. No es comparable con los transgénicos, pero puede ser una advertencia.
Aunque muchos lo plantean así, los transgénicos no son una plaga bíblica; pueden llegar a ser mucho peores.