No me propongo hacer un balance del pontificado de Benedicto XVI, porque ya lo han hecho competentemente otros. Para los lectores tal vez sea más interesante conocer mejor la tensión siempre viva existente dentro de la Iglesia y que marca el perfil de cada Papa. El tema central es este: ¿Cuál es la posición y la misión de la Iglesia en el mundo? Lo primero es que una concepción equilibrada debe construirse sobre dos bases fundamentales: el Reino y el mundo. El Reino constituye el mensaje central de Jesús, su utopía es una revolución absoluta que reconcilia a la creación consigo misma y con Dios. El mundo es el lugar en que la Iglesia presta su servicio al Reino y en que ella misma se construye. Si pensamos en una Iglesia demasiado vinculada al Reino, se corre el riesgo de una excesiva espiritualidad e idealismo. Si se halla demasiado próxima al mundo, se incurre en la tentación de la mundialización y de la politización. Lo que importa es saber articular los tres Reino-Mundo-Iglesia. Ella pertenece al Reino pero también al mundo.
Posee una dimensión histórica con sus contradicciones y otra, trascendente.
¿Cómo vivir esta tensión dentro del mundo y de la historia? Tenemos dos modelos diferentes y a veces conflictivos: el del testimonio y el del diálogo. El modelo testimonial afirma con convicción: somos el depósito de la fe, dentro del cual están todas las verdades necesarias para la salvación; tenemos los sacramentos que transmiten la gracia; tenemos una moral bien definida; tenemos la certeza de que la Iglesia Católica es la Iglesia de Cristo, la única y verdadera; tenemos al Papa que goza de infalibilidad en cuestiones de moral y de fe; tenemos una jerarquía que gobierna al pueblo fiel y tenemos la promesa de la permanente asistencia del Espíritu Santo. Todo esto debe ser testimoniado ante un mundo que no sabe hacia donde va y que por sí mismo no logrará jamás la salvación. Esta tendrá que pasar por la mediación de la Iglesia, sin la cual no habrá salvación.
Los cristianos que siguen este modelo, desde los Papas hasta los simples fieles, se sienten imbuidos de una misión salvífica única. En tal sentido son fundamentalistas y poco inclinados al diálogo. ¿Para qué dialogar? Lo tenemos todo. El diálogo tiene por objeto facilitar la conversión y es un gesto de civismo.
El modelo del diálogo parte de otros presupuestos: El Reino es más que la Iglesia y contiene también siempre una realización secular, en donde se hallan la verdad, el amor y la justicia; Cristo resucitado posee dimensiones cósmicas e impulsa a la evolución hacia un buen fin; el Espíritu está siempre presente en la historia y en las personas de bien, llega antes que el misionero, porque se hallaba en los pueblos bajo la forma de solidaridad, amor y compasión. Dios nunca abandonó a los suyos y les ofrece a todos la oportunidad de la salvación, pues los creó de su corazón para que un día vivieran felices en el Reino de los libres. La misión de la Iglesia es ser testigo de esta historia de Dios dentro de la historia humana y también un instrumento de su implementación junto a otros caminos espirituales. Si la realidad tanto religiosa como secular esta empapada de Dios debemos dialogar entre todos, intercambiar, aprender unos de otros y encaminar a la humanidad hacia la promesa de felicidad, de manera más simple y más segura. El primer modelo testimonial es el de la Iglesia tradicional que promovió misiones en África, Asia y América Latina, hasta ser en nombre de ese testimonio, cómplice de la extinción y de la dominación de muchos pueblos originarios, africanos y asiáticos. Era el modelo del Papa Juan Pablo II que recorría el mundo llevando la cruz como testimonio de que allí estaba la salvación. Ha sido el modelo, aún más radicalizado de Benedicto XVI, que negó el título de “Iglesia” a las iglesias evangélicas, ofendiéndolas duramente; atacó directamente a la modernidad por considerarla relativista y secularista. Lógicamente no les negó todos los valores pero solo los veía como fuente de fe cristiana. Redujo a la Iglesia a una isla solitaria o a una fortaleza, rodeada de enemigos por todos lados de los cuales debía defenderse.
El modelo de diálogo es el del Vaticano II de Pablo VI y de Medellín y de Puebla en América Latina, en que se vio al cristianismo no como un depósito, un sistema cerrado con riesgos de quedar fosilizado sino como una fuente de agua viva y cristalina que puede ser canalizada por muchos conductos culturales, un lugar de mutuo aprendizaje porque todos son portadores del Espíritu Santo y de la esencia del sueño de Jesús.
El primer modelo testimonial asustó a muchos cristianos que se sentían infantilizados y desvalorizados en sus conocimientos profesionales; no sentían ya a la Iglesia como un hogar espiritual y desconsolados se alejaban de la institución pero no del Cristianismo como valor y generosa utopía de Jesús. El segundo modelo, el del diálogo, acercó a muchos que se sintieron en casa, ayudando a construir una Iglesia-aprendiz, abierta al diálogo con todos. El efecto que producía era un sentimiento de libertad y de creatividad. Así vale la pena ser cristiano.
Ese modelo de diálogo es urgente si la Iglesia quisiera salir de la crisis en que se ha metido y que ha llegado a un punto de quiebre: la moral (los pedófilos)y otros problemas graves en el Banco del Vaticano) y la pérdida de fieles sobre todo entre la juventud.
Debemos discernir con inteligencia qué es lo que actualmente sirve mejor al mensaje cristiano dentro de una crisis ecológica y social de gravísimas consecuencias. El problema central del mundo no es la Iglesia (cada vez más blanca y europea) sino el futuro de la Madre Tierra, de la vida de nuestra civilización. ¿Cómo ayudará la Iglesia en esa travesía? Solo dialogando y aunando fuerzas con todos.
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