Tom Engelhardt
TomDispatch
Contamos con una
palabra para designar la matanza consciente de un grupo racial étnico:
genocidio. Y otra para la destrucción consciente de determinados
aspectos del medio ambiente: ecocidio. Pero no tenemos un término para
designar el acto consciente de destruir el planeta que habitamos, el
mundo que la humanidad ha conocido, hablando históricamente, hasta ayer
por la noche. Una posibilidad podría ser “terracidio”, de la palabra
latina terra, que designa el planeta tierra. Encaja bien, dada su
similitud con el peligroso tópico de nuestra era: terrorista.
La
verdad es que, los llamemos como los llamemos, es hora ya de hablar sin
rodeos sobre los terraristas de nuestro mundo. Sí, lo sé, el 11-S fue
algo horrendo. Casi 3.000 muertos, torres de hormigón que se desploman, escenas apocalípticas.
Y sí, en lo que se refiere a ataques terroristas, los atentados del
maratón de Boston tampoco fueron mucho mejores. Pero en ambos casos,
quienes cometieron los actos pagaron o pagarán por sus crímenes.
E n el caso de los terraristas -y aquí me estoy refiriendo especialmente a los hombres que están al frente de lo que pueden ser las corporaciones más rentables del planeta, compañías energéticas gigantes como ExxonMobil, Chevron, ConocoPhillips, BP y Shell,
Vd. es uno de los que van a tener que pagar por ello, y más aún sus
hijos y nietos. Y ya puede dar algo por sentado: ni un solo terrarista
va a ir a la cárcel, aunque saben perfectamente lo que están haciendo.
No es muy difícil de comprender. En los últimos años, las empresas han
estado extrayendo de la tierra combustibles fósiles de forma cada vez
más frenética e ingeniosa. A su vez, la quema de esos combustibles
fósiles ha arrojado a la atmósfera cantidades record de dióxido de carbono (CO2). Sólo este mes, el nivel de CO2 alcanzó las 400 partes por millón por vez primera en la historia humana. Los científicos llegaron hace tiempo al consenso de que ese proceso estaba calentando el mundo y que si el promedio de la temperatura planetaria subía más de dos grados Celsius
podían acecharnos todo tipo de peligros, incluyendo que los mares
subieran el nivel suficiente como para inundar las ciudades costeras,
que hubiera crecientes oleadas de calor, sequías, inundaciones, fenómenos meteorológicos cada vez más extremados, etc.
Cómo hacer cantidades ingentes de dinero en el planeta
Nada de lo anterior era exactamente un misterio. Está en la literatura
científica. El científico de la NASA James Hansen fue el primero que divulgó en el Congreso la realidad del calentamiento global en 1988.
Costó un tiempo –gracias en parte a los terraristas- pero las noticias
de lo que estaba sucediendo iban colándose cada vez más en los
principales medios de comunicación. Todos podíamos enterarnos.
Quienes dirigían las corporaciones gigantes de la energía sabían
perfectamente bien lo que estaba pasando y podían, desde luego, haberlo
leído en los periódicos como el resto de nosotros. ¿Y qué hicieron?
Poner su dinero a financiar think tanks, políticos, fundaciones y activistas con la intención de acentuar las "dudas" sobre la ciencia (ya que no podían realmente desmentirla); ellos y sus aliados promovieron enérgicamente lo que llegó a conocerse como negacionismo climático. Después enviaron a sus agentes, lobbistas y dinero al sistema político para asegurar
que no interfiriera en sus modos de saqueo. Y, mientras tanto,
redoblaron sus esfuerzos para obtener en la Tierra energía aún más
difícil y en ocasiones “más sucia” por medios cada vez más arduos y más
sucios.
La gente que hablaba del Pico del P etróleo no estaba
equivocada cuando hace años sugirió que pronto alcanzaríamos un límite
en la producción de petróleo a partir del cual empezaría su declive. El
problema fue que se habían centrado en las reservas de petróleo líquido
tradicional o “convencional” obtenidas de grandes reservas en lugares
terrestres o cercanos a la costa a los que era fácil acceder. Desde
entonces, las grandes compañías energéticas han invertido una notable
cantidad de tiempo, dinero y (si se me permite utilizar la palabra)
energía en el desarrollo de técnicas que les permitan recuperar
anteriormente irrecuperables reservas (en ocasiones mediante procesos
por los que es preciso quemar cantidades sorprendentes de combustibles
fósiles): fracking, perforaciones en aguas profundas y producción de arenas bituminosas, entre otros métodos.
También empezaron a buscar inmensos depósitos de lo que el experto en energía Michael Klare denomina energía “extrema”
o “dura” –petróleo y gas natural que sólo puede adquirirse mediante la
aplicación de una fuerza extrema o que requiere de extensos tratamientos
químicos para poder utilizarlos como combustible. Además, en muchos
casos los suministros que se adquieren como petróleo pesado y arenas
bituminosas tienen mayor contenido de carbón que otros combustibles y
emiten más gases invernadero en el momento en que se consumen. Estas
compañías han empezado incluso a utilizar el mismo cambio climático –con el deshielo del Ártico- para explotar enormes suministros energéticos anteriormente inaccesibles. Por ejemplo, con el visto bueno de la administración Obama, la Royal Dutch Shell se ha estado preparando para probar posibles técnicas de perforación en las traicioneras aguas de Alaska.
Llámenlo ironía, si quieren, o llámenlo pesadilla, pero las Grandes del
Petróleo no tienen evidentemente reparos en obtener su próxima tanda de
beneficios directamente del deshielo del planeta. Sus altos ejecutivos
continúan planificando sus futuros (y, por tanto, los nuestros), a
sabiendas de que sus actos, tan extremadamente rentables, están
destruyendo el hábitat mismo, la escala misma de temperaturas que desde
hace tanto tiempo hicieron que la vida resultara cómoda para la
humanidad.
Sus conocimientos previos sobre el daño que están
haciendo es lo que debería convertir su actividad en una actividad
criminal. Y hay precedentes corporativos de esto, aunque sea a menor
escala. La industria del plomo, la industria del amianto y las tabacaleras
conocían todos los peligros de sus productos y se esforzaron en
suprimir la información o infundir dudas al respecto, incluso cuando
promovían las excelencias de lo que hacían, y siguieron produciendo y vendiendo mientras otros sufrían y morían.
Y hay otra similitud: en el caso de esas tres industrias, los
resultados negativos llegaban convenientemente años, incluso décadas,
después de la exposición y por eso fue tan difícil hacer la conexión con
ellas.
Cada una de esas industrias sabía que la relación
existía. Cada una utilizó ese tiempo de desconexión como protección. Con
una diferencia: que si Vd. fuera un ejecutivo del tabaco, del plomo o
del amiento, podía asegurarse de que sus niños y nietos no se vieran
expuestos a su producto. A largo plazo, esa opción no existe en lo que
se refiere a los combustibles fósiles y al CO2, porque todos vivimos en
el mismo planeta (aunque también es verdad que es poco probable que los
ricos que viven en las zonas templadas sean los primeros en sufrir las
consecuencias).
Si los secuestros de aviones por parte de Osama
bin Laden el 11-S o las bombas caseras de los hermanos Tsarnaev
constituyen ataques terroristas, ¿por qué lo que están haciendo las
compañías energéticas no debería caer en una categoría similar (aunque a
un nivel que convierte aquellos sucesos en algo mínimo)? Y si es así,
entonces ¿dónde está el Estado de seguridad cuando realmente lo
necesitamos? ¿No sería ser su deber salvaguardarnos de los terraristas y
del terracidio tanto como de los terroristas y sus destructivos
atentados?
Las alternativas que no fueron
No tenía por qué haber sido así.
El 15 de julio de 1979, en una época en que los conductos del gas, que
en ocasiones registraban obstrucciones, eran un accesorio inquietante en
la vida estadounidense, el Presidente Jimmy Carter habló directamente
al pueblo estadounidense por televisión durante 32 minutos, pidiendo un
esfuerzo concertado para acabar con la dependencia del país del
petróleo del Oriente Medio. “Para conseguir seguridad energética”,
anunció.
“Estoy exigiendo el mayor compromiso de fondos y
recursos de la historia de nuestra nación en tiempos de paz para
desarrollar fuentes alternativas para la obtención de combustible: a
partir del carbón, de los esquistos bituminosos, de productos vegetales
para gasóleos, de gas no convencional, del sol… De forma parecida a como
la corporación del caucho sintético nos ayudó a ganar la II Guerra
Mundial, por tanto movilizaremos la determinación y capacidad
estadounidenses para ganar la guerra de la energía. Además, someteré
pronto al Congreso la legislación necesaria para crear el primer banco
solar de esta nación, lo cual nos ayudará a conseguir que, para el año
2000, el objetivo fundamental del 20% de nuestra energía provenga de la
energía solar”.
Es verdad que, en un momento en que la ciencia
del cambio climático daba sus primeros pasos, Carter no conocía la
posibilidad d e un sobrecalentamiento mundial y su visión de la “energía
alternativa” no era exactamente la de los combustibles libres de
fósiles. Incluso entonces, que no se vislumbraba aún la situación actual
ni la futura, estaba hablando de tener “más petróleo en nuestras
pizarras bituminosas que en varias Arabias Saudíes”. No obstante, fue un
discurso notablemente progresista.
Si hubiéramos invertido
entonces masivamente en energías alternativas de I+D. ¿qu ién sabe dónde
podríamos estar hoy? En cambio, los medios lo tildaron de “discurso del
malestar”, aunque en realidad el presidente nunca utilizó esa palabra,
hablando en cambio de una “crisis de confianza” estadounidense. Aunque
la primera reacción pública pareció ser positiva, no duró mucho. Al final, las propuestas energéticas del presidente se tomaron a broma y se ignoraron durante décadas.
Como gesto simbólico, Carter hizo instalar 32 paneles solares
sobre la Casa Blanca. (“Dentro de una generación, este calentador solar
puede acabar siendo una curiosidad, una pieza de museo, un ejemplo de
un camino no tomado, o puede ser una pequeña parte de una de las
aventuras más grandes y excitantes nunca emprendidas por el pueblo
estadounidense: aprovechar el poder del sol mientras enriquecemos
nuestras vidas y nos alejamos de nuestra paralizante dependencia del
petróleo extranjero.”) Al final resultó que la descripción exacta fue la
de “camino no tomado”. En cuanto pisó la Oficina Oval en 1981, Ronald
Reagan captó a la perfección el estado de ánimo de la época. Uno de sus
primeros actos fue ordenar que se quitaran los paneles y nadie los
volvió a instalar a lo largo de tres décadas, hasta que Barack Obama
llegó a la presidencia.
Carter, de hecho, dejó su huella en la
política energética estadounidense, pero no en la forma que había
imaginado. Seis meses después, el 23 de enero de 1980, en su último
discurso al Estado de la Nación,
proclamaría lo que llegó a conocerse como la Doctrina Carter: “Dejemos
nuestra posición absolutamente clara”, dijo. “Cualquier fuerza exterior
que intente hacerse con el control de la región del Golfo Pérsico se
considerará como un ataque contra los intereses vitales de los Estados
Unidos de América, y tal ataque será repelido por todos los medios
necesarios, incluida la fuerza militar”.
Nadie tomó esas
palabras a broma. En cambio, el Pentágono comenzaría fatalmente a
organizarse para proteger los intereses estadounidenses (alrededor del
petróleo) en el Golfo Pérsico en una nueva escala y pronto EEUU
emprendería sus guerras por el petróleo. No había pasado mucho tiempo de
ese discurso, cuando se empezó a desarrollar una Fuerza de Despliegue
Rápido en el Golfo que al final se convertiría en el Mando Central
Estadounidense. Más de tres décadas después, las ironías abundan:
gracias en parte a esas guerras del petróleo, franjas enteras de un
Oriente Medio rico en energía están en crisis, cuando no inmersas en el
caos, mientras que las Grandes del Petróleo han puesto tiempo y dinero
en una versión asombrosamente centrada en los combustibles fósiles de la
“alternativa” de Carter en América del Norte. Se han centrado en el
petróleo y gas de esquisto bituminoso, y con nuevos métodos de
producción, que están supuestamente a punto de convertir a EEUU en una “nueva Arabia Saudí”.
Si eso es verdad, sería la peor, que no la mejor, de las noticias. En
un mundo en el que lo que se suele tomar por buena noticia garantiza
cada vez más un futuro de pesadilla, una “independencia” energética de
ese tipo significa la extracción de cada vez más energía extrema, con
cada vez más dióxido de carbón escapando hacia el cielo y cada vez más
daños planetarios en nuestro futuro colectivo. Este no era el único
camino de que disponíamos, ni siquiera para las Grandes del Petróleo.
Con sus asombrosas ganancias, en algún momento podían haber concluido
que el futuro que estaban asegurando era mucho más que peligroso. Con
inversiones masivas, podían haber abierto el camino a auténticas
energías alternativas (solar, eólica, de las mareas, geotérmica, de las
algas, y quién sabe qué más), en vez las mínimas efectuadas, a menudo
con propósitos propagandísticos. Podían haber apoyado un esfuerzo amplio
para buscar otras vías que podrían, en décadas venideras, haber
ofrecido algo parecido a los niveles de energía que los combustibles
fósiles nos proporcionan ahora. Podían haber trabajado para conservar
las reservas de energía extrema, que por lo general están en lo más
profundo de la Tierra.
Y podríamos haber tenido un mundo
diferente (del que, por cierto, se habrían sin duda podido beneficiar
muy bien). En cambio, tenemos el equivalente a la situación de una
tabacalera pero a escala planetaria. Para completar la analogía,
imaginen por un momento que estaban planeando producir incluso
cantidades más prodigiosas no de combustibles fósiles sino de
cigarrillos, sabiendo el daño que causarían en nuestra salud. Así pues,
imaginen que, sin excepción, cada ser humano de la tierra se viera
obligado a fumar varios paquetes al día.
Si eso no es un ataque
terrorista –o terrarista- de alcance casi inimaginable, ¿qué es,
entonces? Si los ejecutivos del petróleo no son terraristas, ¿quién lo
es? Y si eso no convierte a las Grandes del Petróleo en empresas
criminales, entonces, ¿cómo definirían ese término?
Destruir
nuestro planeta con premeditación y alevosía, teniendo sólo en mente la
más inmediata obtención de ganancias, teniendo en mente sólo su propio
confort y bienestar (y de sus accionistas): ¿No es ese el máximo crimen?
¿No es eso un terracidio?
[Nota: Gracias a mi colega y amigo Nick Turse por ofrecerme la palabra “terracidio ”].
Tom Engelhardt, es cofundador del American Empire Project y autor de “The End of Victory Culture”, una historia sobre la Guerra Fría y otros aspectos, así como de la una novela: “The Last Days of Publishing” y de “The American Way of War: How Bush’s Wars Became Obama’s” (Haymarket Books). Su último libro, escrito junto con Nick Turse es: “Terminator Planet: The First History of Drone Warfare, 2001-2050”.