sábado, 3 de noviembre de 2012

Ecología: El largo recorrido de los derechos de la naturaleza



Considerando que la ética es el terreno en el cual se discuten distintas formas de valoración, está claro que enfrentamos dos posturas muy distintas: una insiste en que solamente los seres humanos son capaces de otorgar valores, y por lo tanto lo no-humano siempre será, y sólo podrá ser, sujeto de valor. Otra reconoce los valores intrínsecos, donde éstos son independientes y permanecen más allá de las personas. La primera debe ser entendida como una forma de antropocentrismo, en tanto el ser humano es el origen de toda valuación; la segunda corresponde a un biocentrismo, ya que su énfasis está en todas las formas de vida.

Frente al bosque

¿Cómo entender un bosque? Algunos dirán que es un conjunto de árboles. Otros agregarán que no son solamente árboles, porque también se encuentran helechos, orquídeas, arbustos y muchas otras especies vegetales. Algunos dirán que los animales, sean pequeños como escarabajos o sapos, o grandes, como tapires o jaguares, también son parte de ese ambiente, y que sin ellos no estamos frente a un verdadero bosque. De esta manera un bosque se entiende, e incluso se siente, a partir de la vida que éste cobija. El bosque es ese conjunto de elementos, pero también es más que un simple agregado, e incluso habrá quienes afirmarán que puede expresar sus humores, enojándose o aquietándose. Bajo esta mirada, el bosque tiene atributos propios, que son independientemente de la utilidad o de las opiniones que nosotros, humanos, pudiéramos tener. Es en esta sensibilidad donde se encuentran las raíces de los derechos de la Naturaleza.

En efecto, cuando se admite ese tipo de derechos inmediatamente se reconoce que el ambiente, sea ese bosque o cualquier otro, posee valores que le son propios e independientes de los humanos; también conocidos como “valores intrínsecos”. Se rompe con la postura clásica por la cual sólo las personas son capaces de otorgar valoraciones, y por lo tanto la Naturaleza está encadenada a ser un objeto de derecho.

La mirada que reconoce al ambiente con sus valores propios está muy cercana a lo que podría llamarse el sentido común. Pero esa sensibilidad ha sido manipulada y transformada desde hace mucho tiempo. El bosque fue apartado de nuestra cercanía, colocándolo más allá del mundo de los humanos; después fue fragmentado en distintos componentes que permitieran ser manipulados; y más recientemente fue mercantilizado. En efecto, bajo el desarrollo convencional, el bosque, como conjunto de vida entrelazado, fue suplantado por un conjunto desarticulado de recursos naturales, o bien se convirtió en proveedor de bienes y servicios ecosistémicos.

La alta tasa de apropiación de recursos naturales que sostiene el crecimiento económico latinoamericano solo es posible después de ese desmembramiento. Para poder tolerar esas amputaciones en la Naturaleza, es necesario alejarla y entenderla como un mero agregado de recursos a ser aprovechados. Esta es la postura hoy prevaleciente, donde los bosques ya no tienen valores en sí mismos, sino que éstos son asignados por los humanos. Eso es lo que sucede cuando, por ejemplo, el árbol se desvanece y es reemplazado por la idea de “cinco pies cúbicos de madera, que valen cien dólares”.

Por supuesto que una Naturaleza-objeto está a tono cono la petulancia humana. Los bosques sólo serán importantes si son útiles, y esto ocurre cuando proveen materias primas, o pueden ser protegidos por mecanismos de mercado que sean rentables. En cambio, si se aceptan los valores intrínsecos, el ser humano es sólo uno más en el ambiente, abandonando su sitial privilegiado.

Dos perspectivas éticas

Considerando que la ética es el terreno en el cual se discuten distintas formas de valoración, está claro que enfrentamos dos posturas muy distintas: una insiste en que solamente los seres humanos son capaces de otorgar valores, y por lo tanto lo no-humano siempre será, y sólo podrá ser, sujeto de valor. Otra reconoce los valores intrínsecos, donde éstos son independientes y permanecen más allá de las personas. La primera debe ser entendida como una forma de antropocentrismo, en tanto el ser humano es el origen de toda valuación; la segunda corresponde a un biocentrismo, ya que su énfasis está en todas las formas de vida.

Estas dos perspectivas han estado una y otra vez en tensión, por lo menos en los últimos ciento cincuenta años. En más de una ocasión han logrado emerger las miradas que defienden los valores intrínsecos, pero por ahora no han conseguido imponerse.

Los primeros casos se encuentran a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, y entre ellos se destaca Henry David Thoreau. Además de promover la desobediencia civil, su estancia a las orillas del Lago Walden (Estados Unidos), entre 1845 y 1849, desembocó en unas exquisitas reflexiones sobre su intensa compenetración con la Naturaleza. Tiempo después, John Muir lanza en 1897 sus campañas para la instalación de áreas protegidas apelando a su belleza y otros valores, una postura que se oponía a la conservación utilitarista liderada por Glifford Pinchot.

Con esto queda en claro un hecho importante: la postura utilitarista también puede estar interesada en conservar el ambiente. Aunque en algunos casos puede hacerlo por una preocupación moral, por ejemplo compasión hacia las ballenas u osos panda, en realidad su foco está en la utilidad real o potencial de la Naturaleza, y sus medidas de protección son necesarias para asegurar la funcionalidad de las economías. Aquí no hay un lugar para los derechos de la Naturaleza, sino que priman criterios de eficiencia, gestión técnica y aprovechamiento.

La otra perspectiva, en cambio, se basa en los valores propios que se encuentran en la Naturaleza. A fines del siglo XIX, ese tipo de sensibilidad era criticada como romántica o trascendentalista. Su propósito era proteger lo que nos rodea, no por razones utilitaristas, sino por su defensa de la vida.

En forma independiente a aquellos debates que desde Estados Unidos se expandían a otros países del norte, en América del Sur también hubo algunos ejemplos tempranos. En el Brasil del siglo XIX tuvo lugar una temprana conservación utilitarista, alarmada porque en la extracción forestal mucho se desperdiciaba. Pero también encontramos la otra postura. El mejor ejemplo es el escritor boliviano Manuel Céspedes Anzoleaga, conocido por su seudónimo Man Césped. Este pionero consideraba que la tierra no debía tener dueños, y defendía la vida más allá de cualquier utilitarismo. Cuando escribía, por ejemplo, que “toda planta es una vida fácil y bella, cuya rusticidad no debe ser motivo de indeferencia o maltrato”, sin duda estaba reconociendo los valores intrínsecos.

Avances y retrocesos

Aquellas primeras posturas biocéntricas se apagaron poco a poco. Retornan al primer plano en la década de 1940, gracias a Aldo Leopold. Aunque fue muy conocido por ser ingeniero forestal, y uno de los fundadores del llamado “manejo de vida silvestre” (una perspectiva casi tecnológica de gestionar la fauna), Leopold cambió sustancialmente. Esto se debió a circunstancias tales como un viaje a México entre 1936-37, donde observó las interacciones entre campesinos e indígenas con los bosques, o el reconocimiento de los impactos negativos de la intensificación agrícola. Leopold terminó rompiendo con la petulancia de una gestión propia de los ingenieros y pasó a ser un promotor de lo que llamaba “ética de la tierra”.

Leopold defendió las intervenciones mínimas en el ambiente, donde los humanos debían adaptarse a los ecosistemas. Los criterios de qué es correcto o incorrecto se determinaban desde la Naturaleza; aquello que servía para protegerla era bueno. Esta es una ética que, según Leopold, sólo es posible desde el amor, respeto y admiración con la Naturaleza. Pero a pesar de este empuje, sus ideas casi cayeron en el olvido.

La mirada biocéntrica retornó en la década de 1980, y desde varios frentes. Por un lado, las ideas de Leopold se articularon a la llamada “ecología profunda”, una corriente que reconoce los valores intrínsecos, y los coloca en una plataforma ética más amplia. Su principal exponente fue el filósofo noruego Arne Naess.

Paralelamente, entre los practicantes de la conservación surgió un nuevo agrupamiento que reclamaba acciones militantes más enérgicas, fundamentadas tanto en la ciencia como en una ética biocéntrica. Esta postura, conocida como “biología de la conservación”, defendía que la Naturaleza poseía valores en sí misma (específicamente en el sentido de la ecología profunda de Naess).

Por si fuera poco, algo muy obvio se puso sobre la mesa: el reconocimiento de los valores propios no era un invento occidental, sino que estaba presente en muchos pueblos indígenas. Esa postura podría recibir otros nombres o expresarse de manera diversa, pero correspondía a posturas biocéntricas. Se rescataron muchos ejemplos, y se tejieron nuevas alianzas entre ambientalistas, conservacionistas y las organizaciones indígenas.

Pero a pesar de este nuevo empuje, una vez más la mirada biocéntrica quedó en segundo plano, opacada por la avalancha de una gestión ambiental cada vez más mercantilizada. Precisamente en esos años comenzaron a desarrollarse nuevos instrumentos económicos, como los pagos por bienes y servicios ambientales, los que sólo son posibles bajo una ética utilitarista.

El ejemplo andino

La renovación política que ocurrió en los últimos años en los países andinos, y la creciente preocupación por problemas ambientales, tanto locales como globales, explican la más reciente reaparición de la ética biocéntrica. El ejemplo más contundente se encuentra en la aprobación de los derechos de la Naturaleza en la nueva Constitución de Ecuador de 2008.

El proceso ecuatoriano tiene una importante cuota de autonomía, con aportes sustanciales desde los movimientos sociales, y eso posiblemente explica varias de sus particularidades. El texto constitucional es muy claro, tanto en reconocer a la Naturaleza como sujeto, como en redefinirla en forma ampliada y en clave intercultural, al incorporar la categoría Pachamama. Da otro paso novedoso, al indicar que la restauración de los ambientes degradados también es un derecho de la Naturaleza.

Esta nueva formulación permite señalar otra particularidad clave. Los derechos de la Naturaleza son siempre los de una Naturaleza localizada, arraigada en un territorio. Son propios de ambientes concretos, como pueden ser la cuenca de un río, el páramo andino o en las praderas del sur. Esta particularidad siempre se la debe tener presente para saberla diferenciar de otras propuestas que pueden asemejarse, pero que en realidad son muy distintas, como son las invocaciones que hacen voceros del gobierno boliviano a los derechos de la Madre Tierra.

Sin duda que ese llamado puede mover a adhesiones, ya que está asociado a una crítica al capitalismo, lo que es comprensible y necesario. Pero un examen atento muestra que, en realidad, la postura boliviana se enfocaba en unos derechos a escala planetaria. Esta es una diferencia sustancial, ya que no son lo mismo los derechos de la Naturaleza que los derechos del planeta o de la biósfera. Tampoco son iguales las implicancias políticas, ya que se pueden salvaguardar funcionalidades ecológicas globales mientras se destruyen nuestros ambientes locales.

Los nuevos avances en los derechos de la Naturaleza vuelven a estar, una vez más, amenazados por la mirada utilitarista convencional. La insistencia en una “economía verde” para relanzar la globalización es un claro ejemplo. Frente a esta situación, la respuesta sigue estando en volver a aprender a mirar el bosque como un igual, donde la vida que alberga es un valor en sí mismo, y es nuestro compromiso asegurar su supervivencia.

Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), Montevideo.

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