Revista Pueblos
El desarrollo contemporáneo ha sido uno de los grandes mitos del siglo XX. Representó tanto el sueño de una vida mejor para millones de personas, como una legitimación teórica y práctica para diseminar en todo el planeta la creencia en el crecimiento económico. Esa postura también está profundamente arraigada, asumiéndose que las economías nacionales, y por lo tanto la economía planetaria, podrían crecer por siempre en un proceso de expansión perpetua.
Estas íntimas vinculaciones entre las ideas de progreso, desarrollo y crecimiento se generaron en las primeras décadas del siglo XX, y cristalizaron hacia mediados de la década de 1940.
Sin embargo, por lo menos desde mediados de los años sesenta, comienzan a sumarse las críticas y advertencias sobre esos postulados. Por un lado, se señalaron los llamados límites sociales, tales como las tensiones en las aglomeraciones urbanas, la segregación impuesta por los ingresos monetarios, o la marginación espacial donde los pobres se arrinconan en unos barrios mientras los ricos se protegen en otros.
Enseguida se sumaron más cuestionamientos y críticas sobre lo que podríamos calificar como límites económicos. Se señalaron serias asimetrías económicas, donde lo que se presentaba como desarrollo en unos sitios sólo era posible a costa del subdesarrollo en otros rincones del planeta.
A inicios de la década de 1970, quedaron en evidencia los conocidos límites ecológicos. Los recursos no renovables, como el petróleo o los minerales, son finitos, y enfrentamos el agotamiento de algunos de ellos. A su vez, las áreas naturales se deterioran y reducen año tras año, dejando una estela de especies en extinción. La contaminación supera los umbrales de la capacidad de regeneración de los ecosistemas.
En paralelo a éstas y otras advertencias se han sumado las alertas y denuncias de organizaciones sociales. Ellas expresan los fiascos concretos de muchos proyectos de desarrollo, sus impactos negativos en los planos social y ambiental, así como sus dudosos beneficios económicos.
Desde entonces, las tensiones no han dejado de crecer. Unos denuncian los impactos de proyectos etiquetados como “desarrollo”, y pero otros vuelven a reclamar más desarrollo para superar la pobreza. Si bien algunos reconocen las limitaciones en las ideas del desarrollo, todavía no se logró un consenso en conceptos que la reemplacen. En ese escenario es donde surge con intensidad el debate sobre el “buen vivir” actualmente en marcha en América del Sur.
El extractivismo una vez más
Buena parte de estas contradicciones y tensiones se expresan hoy en día alrededor del llamado extractivismo: la extracción de enormes volúmenes de recursos naturales para exportación, tal como se observa en la minería a cielo abierto o la explotación petrolera.
El extractivismo no es una novedad en América Latina, y sus antecedentes se rastrean a tiempos de la colonia. Eso explica que tenga profundas raíces culturales. Sigue prevaleciendo la idea que el continente tiene enormes recursos a ser aprovechados, sin límites evidentes al crecimiento, dada sus enormes extensiones y la riqueza de la naturaleza. Los obstáculos serían, en realidad, instrumentales, tales como la disponibilidad de inversión o personal técnico cualificado. Las advertencias sobre sus límites, sean sociales o ambientales, son desestimadas, ya que se concibe a la naturaleza como una enorme canasta de recursos que está lejos de agotarse o deteriorarse.
Bajo el extractivismo actual esas ideas se llevan a un extremo. Son economías de enclave que exportan hacia los mercados globales materias primas. A su alrededor se disparan serios impactos sociales y ambientales, que van desde el desplazamiento de comunidades a severa contaminación. Asimismo, sus beneficios económicos son más que dudosos, y en varios casos son negativos.
Pero a pesar de esa creciente evidencia, es un sector que vive un nuevo apogeo. Mientras que la crisis económico financiera golpea a varios países industrializados, los altos precios de las materias primas y su sostenida demanda, hacen que muchas naciones sudamericanas acentúen el extractivismo generando una bonanza macroeconómica. Esas exportaciones aumentan en valor y volumen, y la racionalidad extractivista se expande a otros sectores, en particular los monocultivos intensivos de exportación (como la soja transgénica).
América Latina repite su historia como proveedora de materias primas, aunque han cambiado los destinos y los productos. Mientras que en el pasado, exportaba los recursos naturales hacia las metrópolis coloniales, hoy lo hace hacia China. En el siglo pasado recibía a cambio manufacturas alemanas, inglesas o estadounidenses; en la actualidad, los productos chinos o coreanos inundan los centros comerciales o las pequeñas tiendas de barrio.
Impactos ambientales y fragilidad social
La intensificación del extractivismo es uno de los principales factores de impacto ambiental, y explica que el balance actual sea negativo. El reciente informe sobre el estado del ambiente en América del Sur del Centro Latinoamericano de Ecología Social (CLAES) recuerda que se pierden áreas naturales y recursos naturales a un ritmo mucho más rápido que los logros obtenidos por las medidas de control ambiental.
Algunos ejemplos agudos son la minería a gran escala a cielo abierto y la explotación petrolera en selvas tropicales. Allí se observan casos de contaminación de suelos y aguas por la minería o derrames petroleros en ambientes amazónicos. Se desplazan comunidades locales, se desvía el uso del agua hacia la minería, se pierden áreas agropecuarias y se limita la participación ciudadana. Esto regularmente desemboca en intensas protestas y conflictos. Factores de este tipo hacen que ese estilo sea un “extractivismo depredador”.
A pesar de toda esta problemática, el extractivismo sigue disfrutando de un amplio consenso en la opinión pública, y es apoyado incluso por los gobiernos de la nueva izquierda sudamericana. En buena medida esto se explica por un cambio sustancial, donde los gobiernos progresistas captan parte de la renta generada por el extractivismo para financiar sus programas de asistencia social. Más allá del real volumen de dinero derivado a esos fines, lo cierto es que esos gobiernos insistentemente defienden en sus discursos al extractivismo como indispensable para sostener sus bonos y compensaciones a los grupos más pobres.
Ésta es una nueva paradoja: el desarrollo clásico, y en especial el extractivismo, pasa a ser defendido como necesario no solamente para el crecimiento económico en general, sino específicamente como medio indispensable para financiar la lucha contra la pobreza. Sin embargo, bajo ese camino se cae en una relación perversa donde se hacen necesarias compensaciones económicas de los daños extractivistas, lo que a su vez requiere embarcase en nuevos proyectos extractivos para obtener esos recursos económicos. Tampoco se reconoce que esas economías de enclave impiden revertir la subordinación productiva y comercial de América Latina, sino que la agravan. Por este tipo de contradicciones, el extractivismo depredador es un callejón sin salida.
Los problemas alrededor de sectores como minería y petróleo dejan claro que el extractivismo está chocando con límites democráticos, ecológicos y económicos. Esto explica la creciente oposición ciudadana que se observa a los proyectos mineros en casi todos los países de la región. Posiblemente las más conocidas sean las recientes protestas en el departamento de Puno, en el sur de Perú, pero un examen atento muestra situaciones similares en Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador, en varias naciones centroamericanas, y hasta en Uruguay, un país que no era minero, pero donde su gobierno propone una megaexplotación de hierro.
Después del extractivismo
La necesidad de ensayar una salida para después del extractivismo se vuelve indispensable. Por un lado, ese esfuerzo tiene un sentido de urgencia, en tanto distintas comunidades locales sufren los impactos sociales, ambientales y económicos de los emprendimientos extractivistas. Por otro lado, esa tarea es inevitable. Recursos, como los mineros o los petroleros, se agotarán inevitablemente. Ahora se admite que hemos entrado en la época del declive del petróleo, y se suma la evidencia que otro tanto sucede con algunos minerales. Los límites ecológicos mencionados antes no eran una fantasía sino que están aquí y, en algunos casos, han sido superados. Esto hace que la discusión de una estrategia para después del extractivismo en lugar de ser algo accesorio, sea en realidad una necesidad inmediata. Los países que primero comiencen a diseñar una salida postextractivista serán los mejor preparados para ese futuro cercano.
Teniendo esto en claro, se debe reconocer que es necesario actuar sobre el extrativismo depredador. Una vía de salida debe reconocer dos componentes: por un lado, la necesidad de implantar medidas de emergencia para resolver las situaciones más dramáticas y urgentes, y por el otro lado, que esas acciones sirvan para promover nuevos pasos hacia transformaciones más profundas.
El primer componente implica detener el sesgo depredador del extractivismo actual, implantando medidas urgentes sociales, ambientales y económicas que impidan esos graves impactos. En unos casos se deberán clausurar emprendimientos que sean ambiental y socialmente destructivos, y en otros casos se deberán contemplar medidas reales y efectivas de control ambiental, promoción social, tributación adecuada y otros usos productivos. Es una transición a un extractivismo sensato, y luego a otro que responda a necesidades indispensables.
El segundo componente se basa en reconocer que el extractivismo depredador actual responde a las ideas convencionales contemporáneas del desarrollo. Por lo tanto, para desencadenarse de esa cultura extractivista hay que cambiar las ideas sobre el desarrollo. Dicho de otra manera, la crítica a la dependencia minera o petrolera es también un cuestionamiento al desarrollismo actual que obligan a buscar alternativas a esas concepciones. La búsqueda de un extractivismo sensato no es un fin en sí mismo, sino que son medidas de emergencia, pero que deben permitir profundizar la exploración de alternativas al desarrollo contemporáneo.
Entre esas ideas alternativas las que suscitan marcado interés son las del “buen vivir”. Tienen la enorme ventaja de abandonar las ataduras al término “desarrollo” y se enfocan directamente en el bienestar de las personas y las comunidades. Pero el “buen vivir”, a su vez, sólo es posible si simultáneamente se asegura el bienestar de la naturaleza. Estas posturas del “buen vivir” han sido disparadas desde los aportes de algunos saberes indígenas, especialmente andinos, como puede ser el suma qamaña(buen convivir) de los aymara bolivianos o el sumak kawsay de los kichwas de Ecuador. Pero también recuperan posiciones críticas sobre el desarrollo generadas en el saber occidental, como las que han promovido la ecología profunda o el feminismo.
En estos y otros casos, el “buen vivir” se vuelve plural, y sigue siendo una idea en construcción. Lejos de ser un problema, esta pluralidad permite una articulación multicultural que es indispensable en América Latina. De esta manera, cada una de las posturas conserva su especificidad originada en cada particular circunstancia cultural, social y ambiental, mientras que comparten una serie de puntos en común. Por ejemplo, el biocentrismo de los ambientalistas no es idéntico al suma qamaña boliviano, pero éstas y otras posturas comparten su crítica al desarrollo y una serie de pilares básicos en la construcción de alternativas.
Entre las coincidencias claves se pueden señalar la recuperación de otra relación ética con la naturaleza, el abandono de la creencia en el progreso perpetuo, y el enfoque en la calidad de vida de las personas y las comunidades. Esto hace que el “buen vivir” pueda ser interpretado como una “plataforma política”, a la que llegan distintas posturas que buscan trascender la cultura del desarrollo contemporáneo, y que sirve como sustento para construir alternativas. Ésta es una tarea indispensable, ya que sin ellas no habrá un futuro posible.
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