César Hildebrandt
Publicado en “Hildebrandt en sus trece” Nº 110, pp. 10 y 11
Las dos V de este gobierno no son las de la victoria. Son las de Valdés y Villafuerte. El triunfo es de ellos y de su no-programa. Ambos conciben el gobierno como una lucha entre las fuerzas que pugnan por liberarse y aquellas que las reprimen. Ambos han sido militares y se sienten generales en jefe del statu quo. Ambos ven la política como una guerra donde lo que importa es ganar. No piensan en el futuro sino en el parte de batalla. Y si la democracia es una de las bajas, les interesa poco. Será —dirán— un daño colateral. Tienen metida en la cabeza la idea de que los militares deben defender la falsa eternidad impuesta por las clases dominantes. Habrían temido a San Martín y odiado a Bolívar.
Por fin Humala ha encontrado el dúo afiatado de operadores que necesitaba. Y el neofujimorismo que ha empezado a imponerse amenaza con sumar a su causa, como lo hizo el fujimorismo original del que procede, a la mayor parte de instituciones del Estado: un Congreso sin aspiraciones de autonomía, un Ministerio Público que vuelve a apostar por la indignidad, una judicatura presta, una prensa interesada sólo en el dinero, un Tribunal Constitucional dispuesto a congraciarse con el poder central.
Fujimori está preso pero este gobierno, al imitar sus nortes y sus métodos, le está rindiendo el mayor de los homenajes. La derecha perdió las elecciones pero continúa en el poder, con más insolencia y voceríos que nunca.
Y lo que se logra con todo esto es demostrar que en el Perú la democracia sólo sirve para reafirmar el continuismo. Si un proyecto pretende salirse del fatalismo conservador, entonces es "violentista, subversivo, inaceptable". O se le doma o se le corrompe o se le apresa. A Humala lo domaron corrompiendo su esencia y atemorizándolo. Al alcalde Espinar lo han apresado. Al presidente regional de Cajamarca quieren hacerle lo mismo sólo por recordar el camino que siguieron tres presidentes ecuatorianos y uno boliviano que se burlaron de sus electorados.
Si la democracia sólo es buena para remedar el pasado y las elecciones son un truco y el poder regional algo tan frágil que puede terminar en la cárcel en el momento en que el aparato represivo neofujimorista así lo decida, ¿entonces qué queda?
Pongámonos optimistas y digamos que queda el diálogo. La pregunta es: ¿Con quién? ¿Con Valdés, que ya dijo que Conga va de todas maneras, que sólo esperan el "sí" de la empresa, y que en su ridículo twitter llama "podridos" a quienes no quieren precisamente infectarse con esa tradición peruana de olvidar las promesas? ¿Con Humala, que tilda de "extremistas" a quienes mendigó votos y regaló promesas teatrales? ¿Con el ministro del Ambiente, que parece estar en la planilla de Xstrata y en el pliego secreto de colaboradores de Yanacocha? ¿Con el del Interior?.
Mientras más puertas se cierran, mejor para los radicales de ambos lados. El problema es que el gobierno ya optó por ponerse del lado de uno de esos grupos.
Comprándose el discurso del neofujimorismo impreso del grupo El Comercio, el presidente Ollanta Humala está precipitando al país a una escalada de mutuas descalificaciones y a una exacerbación muy peligrosa de las diferencias.
Imponer el orden que reclaman los que quieren representarlo monopólicamente no es pacificar el país. Es crear más tensión.
La derecha le ofrece a Humala su bufé surtido de páginas periodísticas incondicionales, programas de televisión apropiados, empresarios contentos. El país le reclama soluciones que la derecha nopudo satisfacer en dos siglos de república. El presidente debe reflexionar. La opción que está eligiendo es un camino que termina en el mismo espejismo de siempre: el de creer que los intereses de una clase dominante fracasada y rapaz son los de todos. De allí a hacer uso de las armas para enfrentar a las multitudes que creyeron en la promesa de nuevos vientos, hay sólo unos pasos. El primero de ellos ya se ha dado. Y con entusiasmo.
El problema de Cajamarca no es sólo si Conga va o no va. Es saber si el país del interior va a aceptar que el primer mandatario elegido por sus mayorías haga lo contrario de lo que prometió sin siquiera dar explicaciones. El primer golpista del Perú no es aquel dirigente cajamarquino que ha recordado desenlaces traumáticos en países vecinos y amigos. El primer golpista del Perú es quien, deshonrando compromisos adquiridos libremente, desacredita el concepto mismo de la democracia.
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