“La memoria del poder no recuerda, bendice. Ella justifica la perpetuación del privilegio por derecho de herencia,
otorga impunidad a los crímenes de los que mandan y proporciona coartadas a su discurso,
que miente con admirable sinceridad”.
Eduardo Galeano
El 12 de octubre cuando algunos celebraban el ignominioso “Día de la Raza” o el mal llamado “Descubrimiento de América”, Juan Manuel Santos les pidió perdón a los indígenas que fueron victimas del etnocidio cauchero, que se llevó a cabo desde finales del siglo XIX y prosiguió durante las primeras décadas del siglo XX por parte de aventureros de varios países de la cuenca amazónica, auspiciados por capitalistas de Inglaterra [1] . A propósito de ese hecho, en este artículo se analizan algunos aspectos relacionados con el (ab)uso de la memoria.
ETNOCIDIO CAUCHERO AYER, GENOCIDIO MINERO HOY
Ayer….
“Todas las naciones hicieron algo para exterminar a la población indígena: Colombia los abandonó, Perú fue cerebro y cómplice del holocausto, Inglaterra lo financió y Brasil desplazó a los indígenas para trabajar en las plantaciones de caucho” [2] .
En los últimos cinco siglos de dominio del sistema-mundo capitalista ha quedado establecida una constante tendencia sociológica, casi una “ley”, que puede enunciarse esquemáticamente: cualquier invento y/o descubrimiento técnico y científico que se efectúa en los países centrales resulta siendo catastrófico para los territorios y gran parte de los habitantes de los lugares periféricos. Tal “ley” se ejemplifica con la fiebre del caucho, un producto originario de las selvas tropicales de América e incorporado al capitalismo mundial en las últimas décadas del siglo XIX. El caucho se convirtió en una materia prima indispensable para el despegue –nunca fue más literalmente cierta esta palabra- de la producción de diversos productos de la Segunda Revolución Industrial, entre los cuales van a descollar en primer término las bicicletas, luego los automóviles y después los aviones.
Durante la segunda revolución industrial, que comenzó en la segunda mitad del siglo XIX, empezaría a usarse a gran escala el caucho a raíz de la vulcanización que había sido descubierta en 1839 por Charles Goodyear, un inventor de Boston. Con la vulcanización el caucho se combina con azufre y otros compuestos químicos, con el fin de hacerlo elástico y resistente, repelente al agua y aislante de la temperatura y la electricidad, lo que permite su utilización en muchos productos industriales.
Para desgracia de las comunidades indígenas que habitaban la selva amazónica, este era el único lugar del mundo donde había caucho, un nombre que hace referencia a un conjunto de gomas que proceden de diversas plantas tropicales. El Hebea Brasiliensis, una de esas gomas, fue usado durante varios siglos por diversas comunidades indígenas que lo llamaban cautchouc , el "árbol que llora", sin que su utilización estuviera acompañada de violencia y devastación [3] .
Cuando la industria capitalista de los países centrales empezó a utilizar caucho se transformó la vida de miles de indígenas de la amazonia y se arrasó con parte de los ecosistemas selváticos. El proceso se inició con el establecimiento de “empresarios” locales, simples criminales y aventureros que eran testaferros de capitalistas ingleses, los que finalmente se beneficiaban con la extracción del caucho. Era necesario abastecer la creciente demanda de los centros capitalistas y para hacerlo posible se acudió a la explotación intensiva de los nativos. A éstos se les exigía que entregaran cada vez más caucho y, aunque lo hicieran, eran sometidos a terribles vejámenes y torturas, que constituyen una página vergonzosa de la historia de los países de la cuenca amazónica, entre ellos Colombia.
En un breve lapso de tres décadas fueron asesinados unos 100 mil indígenas de diversos grupos étnicos de la región (huitotos, andoques, boras, okainas, muinanes… ), muchos de los cuales casi desaparecieron, como resultado de ese terrible etnocidio. Como dejaron constancia algunos testimonios de la época (entre ellos el del inglés Roger Casement), los “hombres de empresa” de la Casa Arana y otros caucheros torturaron, violaron, desmembraron, martirizaron, quemaron vivos a hombres, mujeres y niños indígenas, al tiempo que destruyeron en una forma irracional grandes franjas de zona selvática y hasta las propias plantas de caucho. Es bueno citar un testimonio sobre las atrocidades de los caucheros, para sopesar la magnitud de ese etnocidio. Esta información de 1909 fue proporcionada por William Hardenburg, un joven ingeniero ferroviario de los Estados Unidos en su artículo el Paraíso del Diablo: “Los torturaban con fuego, agua y la crucifixión con los pies para arriba. Los empleados de la compañía cortaban a los indios en pedazos con machetes y aplastaban los sesos de los niños pequeños al lanzarlos contra árboles y paredes. A los viejos los mataban cuando ya no podían trabajar, y para divertirse los funcionarios de la compañía ejercitaban su pericia de tiradores utilizando a los indios como blanco. En ocasiones especiales como el sábado de pascua, sábado de gloria los mataban en grupos o, de preferencia, los rociaban con kerosén y les prendían fuego para disfrutar con su agonía ". [4]
Esta violencia tenía como finalidad, y eso debe ser resaltado, asegurar el flujo del caucho hacia el mercado mundial en beneficio de los países imperialistas. Por esa razón, los métodos de trabajo eran de tipo esclavista, para asegurar la fuerza de trabajo mediante procedimientos como el endeude, mediante el cual a cambio de un machete o una camisa se ataba al indígena de por vida para que pagara la deuda ficticia con caucho. A los jefes de sección se les asignaba un porcentaje de la explotación de la goma y cada quince días los indígenas debían entregar una cantidad determinada de kilos y si no lo hacían eran torturados, castigados en el cepo, o asesinados.
La empresa beneficiaria era la Peruvian Amazon Rubber Company, con sede en Londres y de la que eran accionistas el peruano Julio César Arana y capitalistas británicos, que cotizaba en la bolsa de valores y fungía como una exitosa compañía, en medio de la pompa y el oropel. Con la sangre y lágrimas de los indígenas del amazonas se construyó un imperio de lujo, en el que los caucheros de la Peruvian tenían su sede central en Londres, mientras, como lo dice Wade Davis: “Los magnates del caucho prendían sus habanos con billetes de cien dólares y aplacaban la sed de sus caballos con champaña helada en cubetas de plata. Sus esposas, que desdeñaban las aguas fangosas del Amazonas, enviaban la ropa sucia a Portugal para que la lavaran allá. Los banquetes se servían en mesas de mármol de Carrara, y los huéspedes se sentaban en asientos de cedro importados desde Inglaterra (...) Después de cenas que costaban a veces hasta cien mil dólares, los hombres se retiraban a elegantes burdeles. Las prostitutas acudían en tropel desde Moscú y Tánger, El Cairo, Paris, Budapest, Bagdad y Nueva York. Existían tarifas fijas. Cuatrocientos dólares por vírgenes polacas de trece años...” [5] .
Desde luego, en Londres no se veía ni una gota de la sangre indígena que estaba incorporada en cada pedazo de caucho.
…Y hoy
“El presidente Santos desconcertó cuando en la cumbre internacional ambiental Río+20 anunció la creación de áreas estratégicas mineras en más de 17 millones de hectáreas en gran parte de la Amazonia (…) En la Amazonia viven 56 de los 102 pueblos indígenas que hay en Colombia, muchos de ellos con poblaciones muy diezmadas. En la parte amazónica en donde se hará la reserva minera hay 70 resguardos indígenas (…) Para Julio César Estrada de la Organización de Pueblos Indígenas de la Amazonía, los indígenas no están preparados para la entrada de la minería a gran escala al territorio… (porque) con la minería ‘llegan las rupturas entre la comunidad indígena y también la prostitución, el alcoholismo y la drogadicción’” [6] .
Así como ayer era indispensable el caucho para activar algunos de los productos estrellas de la Segunda Revolución Industrial, hoy son necesarios diversos materiales y mucha energía para la sofisticada producción microelectrónica y biotecnológica de la Tercera Revolución Industrial. En la misma manera que el invento del automóvil generó muerte en la selva amazónica, la invención del teléfono celular y otros artefactos informáticos produce muerte en todos aquellos lugares que tienen la desgracia de contar con reservas de minerales o de hidrocarburos (como en El Congo, Sudáfrica, Perú o Colombia), con lo que se confirma la “ley sociológica” que mencionamos al principio y que es necesario reiterar: los grandes descubrimientos e inventos que se producen en los países capitalistas del centro tienen un terrible impacto ambiental y humano en el mundo periférico.
En efecto, para producir los aparatos microelectrónicos que hoy causan furor (celulares, Phone, pad, blackberry…) y seguir produciendo mercancías de vieja data (como automóviles, aviones, tanques de guerra, televisores…) se necesitan metales, diversos minerales y energía. Hierro, cobre, zinc, plata, antinomio, cromo, cobalto, berilio, manganeso, litio, molibdeno, platino titanio, tungsteno, son algunos de los metales más importantes en la producción capitalista de hoy. Un ejemplo ayuda a visualizar la importancia de esos metales: para producir el turborreactor de un avión se necesita un 39% de metales corrientes y el resto de metales raros, como titanio (35%), cromo (13%), cobalto (11%), niobio (1%) y tántalo (1%) [7] .
Como la mayor parte de estos minerales se encuentra en las zonas periféricas del mundo -África, Asia, América Latina y las antiguas repúblicas soviéticas- es preciso que fluyan hacia las viejas y nuevas potencias. América Latina le suministra a Estados Unidos el 25 por ciento de todos los recursos naturales y energéticos que ese país consume en forma voraz. En nuestro continente se encuentra un tercio de las reservas mundiales de cobre, bauxita y plata, el 27 por ciento del carbón, el 24 por ciento del petróleo, el 8 por ciento del gas y el 5 por ciento del uranio del mundo.
Chile, Perú, Bolivia y Venezuela son fundamentales para el capitalismo mundial por los minerales e hidrocarburos que están en sus suelos. En estos países se localizan grandes reservas de Cobre, litio, estaño y petróleo. Chile y Bolivia son países mineros desde fines del siglo XIX y ahora Perú ha sido incorporado a la división internacional del trabajo como emergente “potencia” minera. Aunque Colombia nunca ha sido un país minero de la magnitud de Chile o ahora de Perú, sus clases dominantes, con su típica vocación rentística de mentalidad dependiente y colonial, vienen impulsando la “locomotora minera”, con el objetivo de convertirlo en otro emporio minero. Por eso, se han dado a la tarea de feriar todo el territorio colombiano para que las multinacionales se lo apropien y se lleven gratis todas las riquezas que encuentren a su paso. En concordancia, bajo la orientación de las multinacionales se está cartografiando todo el territorio nacional para ubicar las existencias minerales y otorgarles licencias de explotación a esas empresas, a veces a perpetuidad, hasta agotar las reservas de carbón, níquel, oro, coltán, petróleo y todo lo que pudiera existir.
Para facilitarles las cosas a las multinacionales, el Estado las ha blindando con un marco legal que garantice la consabida seguridad jurídica, que otorga atractivos especiales, entre los que sobresalen exiguas regalías, exenciones tributarias y fiscales, facilidades para repatriar ganancias, bajos intereses… Al mismo tiempo, el Estado colombiano les ofrece seguridad militar, con miles de soldados destinados a proteger las zonas de explotación minera y las instalaciones de las empresas multinacionales. Y, como no podía faltar, el Estado y las clases dominantes adecúan un régimen laboral acorde con los intereses del capital extranjero que exige salarios de miseria, plena flexibilización, sin seguridad social, nada de sindicatos y represión a granel para quien se atreva a levantar su voz de protesta. Para completar esta batería antinacional y antipopular, el Estado colombiano propicia la destrucción ambiental, con modificaciones legales que permiten explorar en paramos, selvas y montañas y expulsar a los pobladores locales en cada territorio en el que existan recursos minerales apetecidos por las multinacionales, como sucede, para dar solamente un ejemplo, en la región de Cajamarca (Departamento del Tolima) donde está en marcha un megaproyecto encaminado a extraer oro, que va a convertir un paraíso de biodiversidad en una gigantesca mina a cielo abierto.
De la misma forma en que ayer operaban enclaves para explotar caucho, petróleo y banano en territorio colombiano, otra vez han resurgido a lo largo y ancho del país alrededor de las actividades extractivas, porque el imaginario de enclave nunca desapareció de la mentalidad cipaya de las clases dominantes de Colombia. Como en los enclaves de ayer –entre otros el de la fiebre del caucho- hoy se generaliza la explotación de los trabajadores en las peores condiciones, se destruye la naturaleza y se limpia el territorio de sus incomodos ocupantes (indígenas, campesinos, afrodescendientes, colonos…) para servirle en bandeja de plata nuestros bienes comunes al capital transnacional.
En sintonía con esta necesidad, incluso antes de que comiencen las labores de extracción los ejércitos paramilitares amedrentan a los pobladores locales, los expulsan de sus predios, para que no se les ocurra oponerse a la “inversión extranjera”, so pena de ser considerados como terroristas que conspiran contra el progreso del país. Para corroborar sus intenciones, y como efecto de demostración, los paramilitares efectúan algunas masacres con el objetivo de generar pánico y desmovilizar a la gente. Esto se viene haciendo en diversos lugares de Colombia desde hace varias décadas con respecto a la palma aceitera, otro producto de exportación, impulsado por el criminal régimen uribista que quería convertirnos en la “malasia” de América Latina, tras el que se encuentran viejos y nuevos empresarios que se han apoderado a sangre, fuego y motosierra de las tierras de campesinos e indígenas en Choco, Antioquia y otros lugares del país.
Con tal panorama, no resulta extraño constatar que en los Llanos Orientales se haya implantado el enclave de la Pacific Rubiales en la explotación de petróleo, que somete a más de 10 mil trabajadores a condiciones oprobiosas, cuenta con el respaldo del ejército colombiano y con los paramilitares que merodean alrededor del campo petrolero para liquidar cualquier síntoma de inconformidad. Lo de Pacific Rubiales no es un simple ejemplo, sino una expresión particular de la manera como actúa el capital transnacional de tipo minero –en consonancia con el Estado colombiano y las clases dominantes- en todas las regiones del país.
En conclusión, la locomotora minera va dejando a su paso muerte, miseria y desolación, en lo que no se diferencia de lo acontecido hace un siglo con la fiebre del caucho. Como gráficamente lo dijo Stephen Corry, aunque en este caso se refiera a otro continente, eso es perfectamente aplicable a los países de la cuenca amazónica, entre ellos Colombia: “La fiebre del caucho puede parecernos historia antigua, pero sus efectos aún se sienten. Cuando comenzó el matrimonio de Occidente con el coche a motor, sus cartas de amor estaban escritas con sangre indígena. Provocó un brutal crimen contra la humanidad, perpetrado por una empresa británica en la región de Witoto. Sin caer en las comparaciones exageradas, hoy en día hay empresas británicas, como Vedanta Resources , que planean el robo de tierras indígenas, esta vez en la India. Ya es hora de poner punto final a estos crímenes y de empezar a tratar a los indígenas como a seres humanos” [8] .
EL QUE PECA Y REZA EMPATA
Regresemos a las palabras de perdón de Juan Manuel Santos con respecto a la masacre de indígenas para mostrar su verdadero significado. El 12 de octubre señalo que el Estado colombiano no evitó "la barbarie desatada por la codicia que generó la bonanza cauchera". A lo que agregó: "Pido (sic) (no seria mejor ofrecer) perdón por sus muertos, por sus huérfanos, por sus víctimas". Más adelante añadió que "en nombre de una empresa, de un Gobierno, de un pretendido 'progreso' que no entendió la importancia de salvaguardar a cada persona y a cada cultura indígena como parte imprescindible de la sociedad que hoy reconocemos con orgullo como multiétnica y pluricultural" [9] .
Estas palabras tendrían valor y serían creíbles si además de referirse al pasado lo hicieran también con respecto al presente y se correspondieran con una política real y efectiva de protección de los indígenas, de sus territorios y de las riquezas naturales del país. Pero esas palabras resultan no solamente demagógicas sino ficticias por dos razones. Una primera razón es de tipo histórico, porque el perdón que pide Santos es incompleto, al no mencionar como responsables del genocidio ni a las empresas británicas ni al capitalismo inglés, al que él tanto idolatra, por aquello de creerse un gentleman. En breve, no menciona a los promotores y beneficiarios del etnocidio, ni tampoco el carácter depredador de una actividad extractivista -algo que Santos como economista debe saber, sin duda alguna- lo que explica el sometimiento brutal de los pueblos originarios de la selva amazónica como fuerza de trabajo esclava.
Al leer las palabras de Santos queda la impresión que la masacre fue algo que cayó del cielo, cual castigo divino, como si no hubieran responsables, tanto del lado local –en donde hasta presidentes de la República como Rafael Reyes (1904-1909) estuvieron directamente comprometidos por acción u omisión en el genocidio cauchero- como en el ámbito internacional, en lo que corresponde a Perú, donde se asentaron los caucheros más crueles y sanguinarios y era sede de la Casa Arana, y a Inglaterra a donde llegaba el caucho y se canalizaba buena parte de las ganancias que generaba este producto tropical.
Una segunda razón no es histórica sino actual, ya que involucra la “locomotora minera”, uno de los programas estrellas del inquilino de la Casa de Nariño. En ese sentido, resulta todavía menos creíble el perdón pedido por Santos a los indígenas, si comparamos lo que aconteció durante la fiebre del caucho y lo que sucede hoy con la explotación minera. Ambas actividades están regidas por los intereses del capitalismo mundial, porque las economías altamente industrializadas necesitan materias primas, en un caso caucho y en otro oro, platino, estaño, zinc, coltán y un interminable listado. Las dos actividades, en consecuencia, forman pate de un modelo extractivista y exportador, de tipo ecocida y genocida a la vez, que beneficia a una minoría insignificante de aventureros locales (ayer los Arana y sus socios colombiano y hoy los “empresarios que hacen patria” de la palma aceitera, del banano, del carbón, del petróleo…) y, sobretodo, a las empresas imperialistas. Estas empresas, las de antes y las de ahora, actúan con la misma lógica depredadora propia de la economía de enclave, con la clara intención de llevarse rápido y gratis los minerales y materias primas de tipo agrícola, sin reparar en la destrucción ni en el crimen, como lo hizo antes la Peruvian Amazon Rubber Company y como lo hacen en estos momentos Pacific Rubiales o la AngloGold Ashanti. En los dos momentos, se ha requerido el uso intensivo de la violencia –la del Estado y la de los ejércitos privados al servicio del capital- con el fin de facilitar la apropiación de los bienes comunes del suelo y el subsuelo y garantizar que fuera exprimida hasta la última gota de caucho antes y sea extraída hasta la última onza de oro en la actualidad. En la fiebre cauchera la violencia era ejercida por los ejércitos privados de los caucheros y sus capataces locales y hoy corre por cuenta de los ejércitos estatales y paraestatales, cuya función esencial es facilitar la “seguridad inversionista” que aceite la “locomotora minera”. En los dos casos se exalta la importancia de la inversión de capital extranjero para permitir el “desarrollo” de los territorios y para que sus habitantes salten del “atraso” a la “civilización”. En uno como en otro caso se premia a los criminales como si fueran prósperos hombres de empresa, en razón de lo cual en Colombia se exaltaba a Rafael Reyes y compañía como hombres visionarios y ahora se ensalza a las empresas petroleras y mineras como portavoces de la modernización y progreso del país, hasta el punto que una de esas compañías, la Pacific Rubiales, patrocina la Selección Colombiana de Futbol.