lunes, 22 de octubre de 2012

Sobre la ley del aborto en Uruguay



Uruguay volvió a ubicarse esta semana en un lugar destacado por la prensa internacional, que informó genéricamente que allí se había “legalizado el aborto”, subrayando a la vez el hecho de que es el segundo país latinoamericano -después de Cuba- en conquistar ese derecho para las mujeres. Sin embargo esa conclusión resulta inexacta, tanto jurídica, ideológica como sociológicamente. Inclusive es curioso que la ilustración de las notas informativas haya sido casi excluyentemente la fotografía de la protesta del colectivo “Mujer y salud” en los jardines del parlamento, donde mujeres desnudas y pintadas de naranja -el color de la campaña por el aborto libre, seguro y gratuito- llamaban la atención sobre las limitaciones del proyecto sometido a votación. La sanción de la nueva ley de interrupción voluntaria del embarazo que el senado uruguayo aprobó luego del pasaje por la otra cámara legislativa (que a su vez modificó dramáticamente el proyecto original del senado) representa, antes bien, un grave paso atrás seguido por dos adelante. Al menos respecto a la anterior ley finalmente vetada por el ex Presidente Vázquez y a la plena disposición libre del cuerpo y la planificación consciente y voluntaria de la vida de las mujeres y sus parejas, sin restricciones ni obstáculos de cualquier laya. La larga historia de las diversas iniciativas de “ley del aborto” en Uruguay (nueve intentos concretos) está plagada de remilgos, hipocresías y escondrijos. Devela además en su devenir, dubitaciones conservadoras, inconsistencias y cierto personalismo al interior del propio progresismo, a pesar de que éste sea el verdadero impulsor del avance actual y que no haya en Uruguay otro sujeto político en el que las mujeres (ni los movimientos sociales feministas) puedan apoyarse para la conquista de sus derechos.

Es que las leyes concretas, difícilmente resultan la respuesta especular y mecánica de las expectativas y elaboraciones de quienes más luchan por su sanción. Suponen la negociación y solución de compromiso de los agentes encargados del tratamiento y aprobación definitiva, tarea que en ausencia o uso circunstancial de formas de democracia directa, recae necesariamente en el poder legislativo. En particular en algunos de sus actores que, cuando las mayorías son ajustadas, adquieren mediante el mágico y caprichoso arbitrio de la oportunidad, un poder inusitado de chantaje para realizar modificaciones sustantivas o hasta ejercer una suerte de poder de veto. Luego la atracción por los flashes hace el resto. La interposición de disciplinas partidarias en los casos de los partidos conservadores liderados por sus alas derechistas y el desconocimiento del compromiso programático en un legislador frenteamplista en el otro, obligó a un excurso aliancista personalizado para suplir esa falta en un diputado específico del exiguo bloque de dos representantes con los que cuenta un partido casi inexistente y de imprecisa configuración ideológica: el Partido Independiente. A él probablemente deba atribuírsele el mérito de haber llegado a esta desembocadura, tanto como las humillaciones que contribuyó a incluir en la ley, a pesar de que el pobre respaldo obtenido por parte del electorado no le concedía esas facultades. Nada comparado con el doblemente ominoso veto presidencial con el que Vázquez abortó la ley del período anterior, oponiendo convicciones personales a las partidarias y a la mayoría legislativa, mediante el uso de un instituto monárquico al que dediqué una contratapa en 2008 (“Abortando ciudadanía”). El compromiso del actual Presidente Mujica de no apelar por principios a este instituto esperpéntico y promulgar rápidamente la ley garantiza la consolidación de este pequeño avance, aunque el semanario ultraderechista “Búsqueda” anuncie una contraofensiva conservadora, como la de los ultramontanos que hoy hegemonizan el partido colorado con el senador Bordaberry a la cabeza.

La contradicción irresoluble del genéricamente autodenominado movimiento “pro-vida” y de los legisladores que los acompañan, con su profusamente adjetivada dureza discursiva, es la inconsecuencia política y jurídica de sus aseveraciones, cosa que fue tangencialmente señalada en el debate por los legisladores progresistas. Si el aborto es una acción criminal, no deberían ser tan indolentes ante el crimen y sus perpetradores. No es difícil adivinar la razón: buena parte de ellos practican o contribuyen a la práctica de tales supuestos crímenes. No tienen otro horizonte que el de la continuidad en la inseguridad sanitaria, la doble moral y el ocultamiento público, además de favorecer negocios mafiosos. Como esbozó la diputada Daisy Tourné en su intervención, las mujeres de menores recursos no son las que más recurren a abortar en las clínicas clandestinas. La causa es socioeconómica: les es mucho más difícil por razones materiales y simbólicas. Más aún: si un horizonte ideal puede deducirse de las intervenciones de los antiabortistas es la libertad abortiva y planificación familiar para las clases acomodadas y la represión para las vulnerables. Entre otras cosas, la sobrepoblación relativa obrera reduce el valor de la fuerza de trabajo con el consecuente beneficio para los patrones, además de la ratificación ideológica de castigo al placer popular y la libertad sexual. No son, a pesar de sus pretensiones, consecuentes defensores de los derechos humanos sino que circunscriben su lucha a los prehumanos o embrionarios, polisémicamente hablando. Si alguna víctima de la tortura o las vejaciones del Estado terrorista les reprochara encubrimiento de sus verdugos o simple indiferencia, probablemente responderían que si padecieron es suficiente prueba de haber nacido con la consecuente ajenidad a la interposición de sus esfuerzos y oficios militantes.

Por otra parte, ni la criminalización ni la condena religiosa o moral contribuyen a que haya menos abortos. A la vez, eluden el más mínimo análisis de la sociedad patriarcal y el lugar de subordinación en que ubica a las mujeres. Los hombres abortamos “legalmente” con sólo decir “no es mío”, aunque las tecnologías genéticas hoy contribuyan a mitigar esta forma de dominio y desigualdad, tanto como las farmacológicas a los padecimientos femeninos. En efecto el misoprostol, en forma de comprimidos vaginales, no sólo aumenta el acceso al aborto seguro sino que puede realizarse de manera domiciliaria y convierte en ridículo el argumento de objeción de conciencia ya que es la misma paciente la que se coloca estas pastillas. La situación tecnológica actual no es la de los años ´60 en los que se practicaba el raspaje sin anestesia que además el modelo médico hegemónico utilizaba como mortificación y castigo ante el “desborde lujurioso” de las mujeres.

Las modificaciones introducidas al proyecto original desconocen estas transformaciones y ratifican tanto el modelo médico disciplinador y docilizador como la subsunción patriarcal. Entre varios obstáculos procedimentales (sin el pasaje por los cuales, en caso de abortar, se incurriría en delito), obligan finalmente a las mujeres a exponer razones personales ante un tribunal médico y a someterse a 5 días de humillante meditación tutelada. Un ejemplo de aquello que Foucault llamó biopoder para referirse a la práctica de los estados modernos de explotar diversas técnicas para controlar a los cuerpos, para volverlos dóciles y sumisos.

Las limitaciones con las que finalmente fue aprobada la ley fueron profusamente señaladas por diversos movimientos feministas. Sin embargo algunas resultan pesimistamente exageradas, ya que, por ejemplo, el principio de objeción de conciencia al que pueden apelar algunas instituciones médicas privadas es fácticamente impracticable, debido a la vigencia de la propia ley de salud. Como señala Isabel Villar, editora del suplemento feminista de este diario en la edición de hoy, si bien la ley habilita a apelar al “ideario” de algunas prestadoras, no las exime de realizar la práctica, por ejemplo a través de terceros. Es así que caracteriza a la ley como un primer adelanto que, agrego, deberá complementarse con la reglamentación y con el control del servicio, para el cual será muy importante la participación del movimiento feminista.

A la vez, de la devoción católica no puede concluirse mecánicamente la condena de las prácticas abortivas seguras. Como sostiene la socióloga argentina Eugenia Zicavo en un artículo cuyo título he tomado prestado para estas líneas y cuya tesis doctoral se centra en el análisis de la maternidad, “la iglesia católica no siempre consideró al aborto un homicidio. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, sostenía que el aborto no constituía un pecado de homicidio al menos que el feto ya se encontrase unido al alma y fuese, por lo tanto, un ser plenamente humano. Teólogos como San Agustín argumentaban que el aborto no era un crimen durante las primeras semanas de embarazo ya que: “Según la ley, el acto no se considera homicidio, porque aún no se puede decir que haya un alma viva en un cuerpo que carece de sensación, ya que todavía no se ha formado la carne y no está dotada de sentidos”. El mandamiento “no matarás” siempre ha sido parte de la fe católica. Pero hasta 1869, cuando Pío IX publicó su Apostolica Sedis -que castiga el aborto en cualquier momento del embarazo- la mayoría de los teólogos enseñaba que el feto no era un ser dotado de alma humana hasta al menos 40 días después de la concepción (teoría de la “hominización tardía”). Por lo tanto un aborto practicado dentro de ese lapso sólo era considerado pecado por tratarse de la prueba de un pecado anterior: el sexual”.

La vicaría de la Familia y la Vida de la Arquidiócesis de Montevideo calificó la ley votada como “una ofensa a Dios Creador”. Podría contribuir a saldar la controversia si aprovechando el diálogo y la cercanía con él, le recomendara que deje de andar creando si explícitamente no se le solicita.

Emilio Cafassi es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.

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