Porque las regiones y ciudades del Perú en donde estas actividades deben dejar dinero para que sea reconvertido en desarrollo sostenible y en obras efectivas que las encaminen casi ni se enteran de que estas actividades están allí. Más allá de la multiplicación de camionetas cuatro por cuatro y de los costos y desigualdades incrementados en las ciudades desbordadas por crecimientos sin digerir.
Por ello y porque, además, los tributos obligatorios y “voluntarios” o se pierden o se devuelven a ese fisco que antes ha hecho difícil gastarlos, haciendo del SNIP un vía crucis, las actividades mineras o portuarias son vistas como solamente extractivas. Y son las malas de la película, una película que durará décadas, lo que permite e induce que los liderazgos regionales sean para quien más grita antes que para quien mejor propone proyectos de desarrollo viables. Hay minería y canon en el Puno de los friajes, donde ni el tren ni el Titicaca ni la frontera se aprovechan; en Ancash, donde Chimbote es un despelote y el Callejón de Huaylas, una pena; y en zonas campeonas en pobreza rural como Cajamarca, Huancavelica o Pasco. La lista es larga.
Pero no hay proyectos ni planes regionales, sino improvisaciones. Y menos los hay macroregionales, que es lo que se necesita en espacios económicos que lo sean y no en el mamarracho electorero que nos regalaron como mapa regional nuestros legisladores, donde Tumbes o Apurímac son, sin viabilidad alguna, regiones. Hablemos, si somos serios, de menos regiones viables y no de rebautizar departamentos sin que se pueda en ellos organizar algo que importe.
Ese escenario en que el Estado no sabe lo que quiere y los privados tampoco, reparte roles en un casting de película barata de terror. Minero igual conquistador. Trabajador portuario igual pirata. Estado igual sargento García, el que ve escapar al Zorro mientras todos aplauden. En el Callao, por ejemplo, el puerto ha sido más dañino que Drake. Es un muro de Berlín, un mundo aparte que impide que el Callao vea y disfrute el mar. Lo que ha inducido que su centro viejo sea tugurizado, conflictivo y abandonado, salvo como reducto de una pobreza a veces delincuencial al acecho de camiones que ‘pirañean’ y que no caben en la ciudad.
Esta película mala es heredera de cuando en la colonia nuestras minas subvencionaban los desvaríos imperiales y las guerras delirantes de sus distantes majestades católicas, empeñadas, con nuestro oro y nuestra plata, en impedir la modernidad impía y protestante que defendía cosas raras como la ciencia y la razón. Y esos monarcas del siglo de nuestro oro se embarcaban en costosas guerras después de haber dejado –Inquisición mediante– a España sin moros ni judíos, sin alarifes, ceramistas, escribanos, pensadores y tolerancia.
Sin Huancavelica no hay Flandes, se dice todavía en España. Pero Huancavelica era y siguió siendo pobre de solemnidad para seguir con lo castizo. Y Cerro de Pasco o La Oroya fueron los despropósitos sociales y respiratorios que retrató Scorza en la tradición de literatura dolida y de denuncia sobre lo peruano de Ciro Alegría y Arguedas, para no citar al Basadre que exige entender el Perú profundo y que explica por ese olvido a esos incendiados o podridos que citó para sorpresa general el primer ministro, cuya idea de diálogo pasa por comisarías nada Basadrinas.
¿Necesita el Perú de hoy estas dicotomías primitivas?
¿A quién le sirve?
¿A quién le sirve apresar a líderes locales elegidos en el sur, de un lado, o del otro, en Cajamarca, quemar una Constitución en el mismo estrado de la presidencia, recordando al cura Valverde que allí hizo capturar al inca por no saber leer? Exacerbar dicotomías es un recurso barato. Y satanizar, un cuento infértil.
Conozco bien, porque intervine como arquitecto y urbanista, el caso de Cajamarca ciudad. Allí, en la gestión municipal anterior del alcalde La Torre, los recursos del aporte minero voluntario y el canon permitieron materializar las prioridades y la oferta electoral comprometida. El convenio de la alcaldía con una ONG gestora y gerente del proceso cambió para bien la ciudad en su oferta cotidiana de calidad de vida. La venta ferial de ganado multiplicó su valor mediante la Plaza Pecuaria, pese al boicot del INC, inventando impedimentos sin asidero para favorecer a su opositor político. Y se está terminando el coliseo polideportivo multiusos para nueve mil personas, que potenciará el deporte pero también el carnaval, la cultura y toda clase de eventos. Y al lado está el mejor espacio de promoción deportiva de todo el Perú, según me han dicho conocedores como Ricardo Duarte y Francisco Boza. También el municipio nuevo, redefinido como espacio de atención al ciudadano y enormes espacios verdes y de encuentro, con ciclovías y áreas verdes generosas que se llenan cada fin de semana. Eso no había y ahora allí está. No se pudo, por ese mismo boicot institucional, recuperar el Camino Inca, o Qapac Ñan, en su tramo más célebre, allí donde Atahualpa fue de los baños del inca a la plaza de época que hoy es la de armas. El perro del hortelano, en el gobierno anterior, servía para los demás. Pero anécdotas aparte, la ciudad sí capitalizó la actividad minera.
La región, no. Quellap sigue lejos. El turismo apenas llega a los treinta mil visitantes, cifra ridícula mientras en la costa hay seiscientos mil. Cajamarca está fuera de los circuitos, pese a todo lo que ofrece. Las carreteras a la costa han sido malas. No se avanzó el proyecto de un tren que concilie lo minero con otros usos de pasajeros, lo que multiplicaría el turismo, en alianza con La Libertad y Lambayeque, que deberían sumar una región, como se trató de conseguir pero que también se boicoteó por cálculo político.
Y la calidad de los productos cajamarquinos, la leche, los quesos y los hongos de Porcón, por ejemplo, son una promesa. A Cajamarca no llega el crecimiento económico. Y el Estado, que paga mal y reemplaza a sus técnicos cada vez que hay elecciones, no tiene capacidad de cambiar ese panorama mediocre. El entrampamiento no se resuelve solo. Necesita acuerdos y capacidades profesionales.
La minería y el Estado deberían llegar a un pacto para que esos tres mil millones que consiguió el primer ministro Lerner sirvan a planes, proyectos y obras de desarrollo. Que se reduzcan en obras. Además, eso facilita trámites y tiempos, es dinero privado y no público el que permitió en la ciudad de Cajamarca cumplir plazos y entregar obras, en vez de ponerle velitas a la virgen o santa preferida del SNIP, que debe ser, según me acuerdo por una tía devota, Santa Rita de los Imposibles.
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