En
las últimas décadas se impuso un modelo primario exportador, similar al que
conoció el país en la segunda mitad del siglo XIX, lo que ha venido acompañado
de la desindustrialización, la penetración renovada del capital extranjero,
principalmente de las multinacionales imperialistas, la expropiación de bienes
comunes y la imposición del dogma de las ventajas comparativas, como criterio
que justifica nuestra especialización en producir bienes primarios. Cada uno de
estos aspectos ameritaría un análisis detallado, pero nos limitamos a mencionar
los aspectos generales del capitalismo extractivista que se consolidó en el
país, y que se constituye en un factor importante para explicar lo que acontece
en Colombia en estos momentos.
Renán Vega Cantor
Revista CEPA
Características
El
extractivismo no se refiere solamente a la explotación de minerales o
hidrocarburos, sino que incluye a diversas actividades económicas que se
realizan en el país. El extractivismo se podría definir como el conjunto de
actividades económicas –con sus correspondientes derivaciones militares,
sociales, políticas, ideológicas y culturales– que posibilitan el flujo de
materia, energía, biodiversidad y fuerza de trabajo desde un territorio
determinado (en este caso Colombia) hacia los centros dominantes en el capitalismo
mundial, donde se consumen a gran escala para garantizar la reproducción del
capital. El extractivismo tiene características que lo identifican como modelo
económico y social, con unos mecanismos particulares de funcionamiento
político, como se describe brevemente a continuación.
En
el extractivismo retornan las economías de enclave –un concepto que se creía
enterrado en la historia latinoamericano y que hace unas décadas sonaba como un
anacronismo–, en la medida en que las inversiones extranjeras de “tipo
productivo” que se implantan en el territorio nacional (en las ciudades y en el
campo) operan con la mirada puesta no en el mercado interno sino en el mercado
mundial. En los enclaves no se efectúan procesos de acumulación de capital en
el plano local y/o nacional –con los encadenamientos productivos que eso
generaría– sino que las actividades se desenvuelven en consonancia con los
intereses del capital transnacional, cuyo funcionamiento está ligado a los
grandes mercados de los países centrales. Como enclaves operan los
agronegocios, la minería pero también las zonas turísticas, los parques
naturales, y los espacios urbanos que están vinculados el capitalismo mundial.
Como economía de enclave de tipo extractivista funciona la producción de flores
en la sabana de Bogotá, que supone el traslado de agua al mercado mundial. Son
enclaves las maquilas, las zonas francas, los puertos y también los eslabones
de la “economía ilegal” (una noción cada día más difícil de usar por la
hibridación con lo legal), ligados a la trata de personas– al tráfico de
especies animales, al comercio mundial de estupefacientes, al blanqueo de
divisas…
Las
relaciones laborales que se imponen en los enclaves borran los derechos de los
trabajadores, puesto que anulan sus conquistas históricas e implantan la
flexibilización y la precarización como norma dominante. Aparte de que generan
poco empleo, y este es efímero, aumentan los niveles de explotación de la
fuerza de trabajo, con la finalidad de incrementar la tasa de ganancia de las
inversiones efectuadas. Los parámetros laborales que se imponen en toda la
economía replican lo que sucede en los enclaves, que viene a ser la
generalización de los salarios chinos, no importa si se trata de actividades
propiamente primarias, o del sector servicios, o de lo que queda de industria.
Al mismo tiempo, se eliminan los sindicatos y se obstaculiza la lucha colectiva
de los trabajadores, a la par con el incremento del trabajo informal, la
terciarización laboral, y la eliminación de los derechos de los hombres y
mujeres que viven de su trabajo. La degradación laboral se convierte en una de
las cartas de presentación que ofrece el Estado y las clases dominantes locales
para atraer inversiones extranjeras, quienes argumentan que en este país existe
una fuerza de trabajo barata, capacitada y sumisa dispuesta a dejarse explotar
por los inversores extranjeros que quieran invertir su capital en nuestro
territorio.
El
Estado es el garante de la imposición de estas condiciones laborales, las que
se usan como un gancho que atrae a los emprendedores extranjeros. En lo
esencial, el Estado es un peón al servicio del imperialismo y de sus empresas,
y toda su política está destinada a presentarse como el “alumno más aventajado
de la clase” a escala regional, es decir, el que está dispuesto a dar lo que
sea sin contraprestación alguna e incluso pagándole a las multinacionales para
que se llevan nuestras riquezas naturales. Al respecto, el estudio Minería en
Colombia: fundamentos para superar el modelo extractivista afirma que entre el
2005 y el 2010 “las empresas mineras pagaron en promedio $878 mil millones
anuales por concepto del impuesto a la renta”, pero en ese período “tuvieron
deducciones, descuentos y exenciones que representaron un gasto tributario para
el país de $1,78 billones. Es decir, por cada $100 efectivamente pagados por
este concepto, las empresas mineras tuvieron descuentos que terminaron
representando pérdidas para el Estado de más de $200. Esto significa que por
cada peso que pagan esas empresas, el Estado les concede dos, que provienen de
los dineros que los habitantes comunes y corrientes le cancelamos al Estado por
concepto de impuestos. En síntesis, las ETN vienen a un territorio de Colombia,
expulsan a las comunidades que allí habitan, destruyen los ecosistemas,
contaminan las aguas, dejan luego de pocos años un tremendo cráter de miseria y
destrucción, y aparte de todo les pagamos para que hagan todo eso.
Los
enclaves vienen acompañados de la militarización de los territorios, porque el
Estado se compromete a proteger las inversiones extranjeras, con el pretexto de
que esa es la condición que garantiza la permanencia de esas inversiones. Por
esto observamos que en los últimos años se ha presentado un crecimiento
exponencial de las fuerzas represivas del Estado para resguardar las zonas de
extracción de minerales e hidrocarburos, y los lugares donde se siembran los
cultivos de exportación. La militarización no solamente la efectúan las fuerzas
legales, sino los grupos paraestatales que son un componente esencial del
modelo extractivista, creadas, financiadas y auspiciadas tanto por el Estado
como por empresarios locales y transnacionales, como lo demuestran los ejemplos
del banano en Urabá, del carbón en la costa caribe, de la palma aceitera en el
Choco y en la costa pacífica. Los enclaves no generan modernización ni
innovación tecnológica propia, sino que allí se implantan, cuando se hace, la
tecnología que es producida y controlada por las multinacionales.
En
concordancia la economía y el territorio colombianos se han convertido en una
especie de basurero para la chatarra producida por las multinacionales, algo
que se acentúa con los Tratados de Libre Comercio, que facilitan el ingreso de
las tecnologías que ya se consideran obsoletas en esos lugares, como sucede,
por ejemplo, con las armas, aviones y máquinas de guerra que el Estado
colombiano le compra a Estados Unidos, la Unión Europea o a Rusia.
Adicionalmente, nuestro territorio se convierte en el basurero de los residuos
contaminantes que se exportan desde los centros imperialistas, lo cual se
legitimó en términos legislativos en los últimos años con la Resolución 809 de
mayo 10 de 2006, que autorizó el ingreso a Colombia de residuos tóxicos y
peligrosos para la salud y el medio ambiente. Los Tratados de Libre Comercio
rematan la arquitectura institucional en el plano interno del país, para
consolidar la lógica extractivista, lo cual se fundamente con dispositivos
jurídicos que protegen al capital transnacional. Estos tratados se sustentan en
la teoría de las ventajas comparativas que revive el esquema de división
internacional del trabajo del siglo XIX y que nos condenan irremediablemente a
abandonar cualquier intento de construir una economía propia y autónoma y nos
obligan a vivir prisioneros de la exportación de materias primas agrícolas y
minerales.
En
términos de la propaganda, adquieren fuerza el imaginario de enclave y la
mentalidad extractivista (propio del colonialismo interno) que se basa en el
prejuicio de pensar que el comercio internacional en sí mismo es la garantía de
acceder al progreso, la modernización y la prosperidad. Ese mentalidad
extractivista domina todas las actividades, como el deporte, la educación o la
salud, por lo que no sorprende que los padres quieren que sus hijos sean
exitosos futbolistas que conquistan el mercado europeo, o que el objetivo de
los dueños de las universidades sea la competitividad, para lo cual preparan
fuerza de trabajo barata y sumisa que le sirva al capitalismo transnacional en
distintos frentes. Con el imaginario de enclave se impone la idea que el modelo
exportador constituye la tabla de salvación del país, y quienes se oponen
–trabajadores, campesinos, indígenas y afrodescendientes- son considerados como
enemigos del progreso y del bienestar que se supone genera el libre comercio.
Consecuencias
El
extractivismo tiene consecuencias nefastas en el ámbito social y ambiental. En
el plano social destruye y desestructura a las comunidades locales, introduce
nuevos hábitos y pautas de consumo, genera una mentalidad rentística y obliga a
los habitantes de un territorio a subordinarse a los intereses de fracciones
minoritarias de las clases dominantes que se articulan con el mercado
internacional y se apropian de algunas migajas que les deja el libre comercio.
El extractivismo aumenta la pobreza, la dependencia, la destrucción de los
bienes comunes de tipo natural, que replican la eterna paradoja de la pobreza y
la desigualdad en medio de la riqueza de recursos. Al mismo tiempo, se
destruyen a las comunidades indígenas, y las que sobreviven son incorporadas
brutalmente a la lógica extractivista, como acontece en Arauca, Boyacá, los
Llanos Orientales, para mencionar algunos casos.
La
destrucción de los ecosistemas por el extractivismo forma parte de la historia
de la actual Colombia desde la época de la dominación española. Ahora, el
extractivismo contemporáneo acelera esa destrucción en la medida en que
involucra a todas las actividades económicas y cubre la totalidad del
territorio nacional. La puesta en marcha de megaproyectos mineros y agrícolas
altera en forma inmediata y, en la mayor parte de los casos, de manera
irreversible la riqueza natural de nuestros suelos y subsuelos. Los ejemplos
abundan, como se comprueba con el impacto negativo de desviar ríos, como en el
Quimbo (Huila), en Ituango (Antioquia), o en la Guajira (con el río Ranchería),
para satisfacer el apetito de las empresas que extraen bienes naturales.
Otro
ejemplo de actualidad es lo que sucede en Paz de Ariporo (Casanare) –el segundo
municipio más grande del país, con una extensión mayor que departamentos como
Quindío. Risaralda, Atlántico y Sucre- en donde hace pocas semanas murieron
miles de chigüiros, babillas, y otras especies de la fauna local, como
resultado de la confluencia de diversas actividades depredadoras, entre ellas
las de tipo extractivo. Según el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC)
los acontecimientos trágicos de Casanare son un resultado de la combinación
funesta de por lo menos “cinco pecados”: impacto destructivo en los páramos de
alta montaña, donde nacen los ríos que surten al Casanare, por la introducción
de cultivos y ganadería; una ganadería intensiva que compacta los suelos y
obstruye la infiltración de aguas lluvias y escorrentía; una baja capacidad de
retención de humedad debido a la textura arenosa de los suelos; una limitada
capacidad productiva de los suelos; y, la utilización de aguas subterráneas por
parte de las empresas petroleras, que agrava una situación local que ya se
encuentra afectada por las modificaciones climáticas.
En
cuanto al impacto de las actividades petroleras, debe recordarse que en el
Departamento de Casanare operan las compañías Geopark, Perenco, Pacific Stratus
Energy, Parex, New Granada Energy, Cepcolsa, Petrominerales, Ecopetrol,
Canacol, Interoli, Adventage. En toda la Orinoquía colombiana estas empresas
extraen diariamente 720 mil barriles de petróleo y 15 millones de barriles de
agua, un dato que en sí mismo indica la magnitud del hidrocidio en marcha. En
este contexto destructivo, resulta tragicómica la declaración del viceministro
de Energía Orlando Cabrales, quien aseguró al conocer la magnitud del ecocidio
del Casanare que las empresas petroleras no eran responsables y, en un
verdadero oxímoron, aseguró que “agua y petróleo no son antagonistas. Son el
futuro y el gran desafío que tiene este país para impulsar el desarrollo
sostenible y mejorar la calidad de vida de todos los colombianos”.
La
mortandad de animales, y la escasez de agua que se empieza a percibir en el
territorio mencionado es el resultado de un desequilibrio en el ciclo hídrico,
por la destrucción de paramos y humedales, el aumento en la demanda y consumo
de agua para la exploración y explotación de petróleo, junto con la ganadería
que seca los suelos y la demanda de agua por cultivos como el arroz y la palma
aceitera. Según el profesor Orlando Vargas de la Universidad Nacional, “la
sequía se origina en el mal manejo del suelo, la destrucción de las zonas de
recarga acuífera y la falta de planificación del territorio”.
Dicha
tragedia ambiental está ligada en forma directa al extractivismo y al libre
comercio, un vínculo criminal del que se tienen nefastos antecedentes
históricos a nivel mundial, tal y como aconteció en la segunda mitad del siglo
XIX, cuando se presentaron los holocaustos de la era victoriana, que en un
determinado momento fueron considerados como una derivación inmediata de los
cambios climáticos que produce el fenómeno meteorológico de El Niño. Pero estas
alteraciones no se dan en el vacío sino en condiciones económicas y sociales
específicas, que aumentan el impacto destructor en la medida en que la
producción local, que permite la subsistencia de los pequeños productores, ya
no se dedica a alimentarlos sino que se exporta al mercado mundial. O también
que la utilización del agua para propiciar la exportación de productos al
mercado mundial destruye las fuentes hídricas y los ecosistemas, con lo que se
garantiza la muerte de plantas y animales nativos, como un resultado directo
del imperialismo ecológico. En concreto, en el período mencionado se
presentaron terribles hambrunas que dejaron, como mínimo, 32 millones de
muertos en India, China, Brasil y otros lugares del mundo, como resultado de la
vinculación directa, por la vía del libre comercio impuesto a sangre y fuego
por Inglaterra, entre la producción local de alimentos y su destino al mercado
mundial. Mientras que los campesinos morían de inanición, el trigo y otros
cereales que habían producido con sus manos y en sus tierras llenaba las arcas
de los exportadores mundiales de alimentos que iban con destino principal a
Europa.
Esta
referencia histórica sirve para recordar que hoy las condiciones climáticas son
peores que hace un siglo y por lo tanto sus efectos son más destructores,
porque un trastorno climático en marcha afecta al mundo entero, pero que
impacta de manera inmediata a ciertas regiones. Investigaciones recientes
recalcan que las zonas tropicales (en donde se encuentra Colombia) son las
primeras afectadas, básicamente por su estabilidad climática y por su
biodiversidad. El último informe del Panel Intergubernamental sobre el cambio
climático señala que uno de los países más afectados es y va a ser Colombia,
por la deforestación, la contaminación hídrica, la minería y la ganadería
extensiva. Algunos hechos lo indican con preocupante contundencia. Por ejemplo,
los glaciares están muriendo aceleradamente ante nuestros ojos y al ritmo
actual los que quedan van a desaparecer en las próximas décadas: en los últimos
60 años el área de los glaciares se ha reducido en un 60% y de 19 glaciares que
teníamos en nuestro territorio en 1900 hoy sólo existen 6. Así mismo, de los 34
paramos que posee el territorio de Colombia (donde se encuentra el 49% de todos
los que existen en el mundo) 22 están en grave riesgo de destrucción, como
resultado de la ganadería, las quemas, la explotación minera y la expansión de
la frontera agrícola.
Hoy
las condiciones son más adversas que en la época victoriana –un momento en que
hasta ahora estaba despegando la explotación del petróleo, rodaban los primeros
automóviles en algunas ciudades de los Estados Unidos, en el mundo existían
1.650 millones de personas y la mayor parte de la gente vivía en el campo–, a
la hora de considerar la retroalimentación entre el trastorno climático a
escala global (que está en marcha en forma acelerada e irreversible) y los
fenómenos locales (como el de Paz de Ariporo), que están relacionados con el
funcionamiento del capitalismo extractivista. Además, lo acontecido en Paz de
Ariporo indica a nivel micro y por anticipado cómo van a ser las guerras
climáticas, en las cuales la sed insaciable de materia y energía del
capitalismo destruye los hábitats locales al tiempo que exacerba la lucha por
la supervivencia de los más pobres, que ya no tienen acceso ni siquiera al
agua, y condena a la extinción a especies animales y vegetales, junto con la
destrucción de la biodiversidad y de los ecosistemas. En este sentido, lo que
sucede en Casanare es una terrible advertencia de lo que nos espera con el
trastorno climático.
Luchas
En
diversos lugares del territorio colombiano se han presentado protestas,
resistencias y rebeliones contra el extractivismo y sus variantes. Según un
estudio realizado para el Atlas Global de Justicia Ambiental, en estos momentos
en Colombia se presentan 72 conflictos socio-ambientales. En Tolima, Santander,
Cauca, los Llanos Orientales y otros lugares de Colombia se han desplegado
notables protestas y la gente se organiza de múltiples formas para enfrentar la
“locomotora minera” y los proyectos extractivistas. Entre esas luchas se
destacan las libradas por los habitantes de Cajamarca y San Turban contra la
minería del oro, y también las de los trabajadores petroleros en Puerto Gaitán
contra la Pacific Rubiales., aunque tienen sentidos diferentes. Mientras los
trabajadores petroleros están interesados en mejorar las condiciones de
trabajo, sin cuestionar la misma extracción de petróleo, y las organizaciones
laborales, como la Unión Sindical Obrera (USO) propenden por la nacionalización
de los hidrocarburos y su explotación por parte del Estado, las comunidades
locales, campesinas e indígenas, buscan que no sean extraídos esos bienes
comunes de las entrañas de la tierra. Esto último se expresa en la lucha de los
pobladores de El Tolima, que saben lo que implica la apertura de una descomunal
mina de oro. Por eso, llevan años denunciando ese crimen social y ambiental,
como lo ratificaron en la consulta de Piedras, donde el 99% de los votantes
dijeron no a la AngloGold Ashanti.
La
oposición al extractivismo en Colombia ha tenido un mayor calado en aquellas
regiones en donde las comunidades locales sienten directamente afectadas sus
condiciones de vida y de subsistencia y lo hacen, además, a partir de una
defensa del territorio en donde entran en juego otras nociones de territorialidad,
producidas por y para las mismas comunidades. Esto indica que, en contra de la
propaganda de la globalización que nos anuncia el “fin de los territorios”,
éstos adquieren una renovada fuerza para el capital y, por lo mismo, en esos
lugares concretos es donde se ponen en juego las estrategias de lucha y de
construcción de nuevas alternativas, desde abajo y desde el sur, como ha
aflorado en los últimos años con los paros agrarios.
Gran
parte de los conflictos ambientales se ubican en zonas habitadas por
comunidades indígenas y pueblos afrocolombianos, como acontece en la Costa
Atlántica en donde grupos étnicos soportan y se enfrentan al impacto negativo
de la explotación de carbón, la expansión de la Ruta del Sol, la construcción
de represas (Ranchería y Puerto Brisa) y los proyectos turísticos en el Parque
Nacional Tayrona.
Aparte
de los impactos económicos, sociales y ambientales del extractivismo en la vida
cotidiana de las comunidades se despliegan un conjunto de antivalores (¿como
cuáles?) que destruyen sus formas organizativas, sus tradiciones y sus
relaciones ancestrales con sus territorios, tal y como lo demuestran los Awá,
para quienes el petróleo es la sangre de la tierra y por lo tanto nunca debe
ser extraído de las entrañas del suelo. Los conflictos socioambientales se
constituyen en una respuesta de las comunidades al extractivismo, como se pone
de presente con el hecho que hayan aumentado desde el momento en que se
incrementó la concesión de títulos mineros durante los gobiernos de Álvaro
Uribe Vélez y Juan Manuel Santos.
Notas:
- Luis Jorge Garay (Director), Minería en Colombia. Fundamentos para superar el modelo extractivista, Contraloría General de la República, Bogotá, 2013.
- http://www.elcolombiano.com/BancoConocimiento/U/uso_de_toxicos_aun_en_entredicho/uso_de_toxicos_aun_en_entredicho.asp
- IGAC, Estos son los “cinco pecados” que podrían haber desencadenado la tragedia ambiental en El Casanare, en http://www.igac.gov.co/wps/wcm/connect/
- Orlando Cabrales, “Agua o petróleo: un falso dilema”, http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-13826183
- Citado en http://www.agenciadenoticias.unal.edu.co/ndetalle/article/mala-planificacion- y-uso-del-suelo-atizan-sequia-en-los-llanos.html
- Mike Davis, Los holocaustos en la era victoriana tardía. El Niño, las hambrunas y la formación del Tercer Mundo, Universidad de Valencia, Valencia, 2006.
- Ver: “El alarmante informe sobre cambio climático”, Revista Semana, marzo 31 de 2014.
- IDEAM, Glaciares de Colombia: más que montañas con hielo, Bogotá, 2012; Greempace Colombia, Cambio climático: Futuro negro para los páramos, Bogotá, noviembre de 2009.
- Harald Welzer, Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI, Katz Editores, Buenos Aires, 2010.
- Colombia es el país con más conflictos ambientales de América Latina, http://sostenibilidad.semana.com/medio-ambiente/articulo/mapa/30830
(*)
Renán Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica
Nacional, de Bogotá, Colombia. Autor y compilador de los libros Marx y el siglo
XXI (2 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999; Gente muy
Rebelde, (4 volúmenes), Ed. Pensamiento Crítico, Bogotá, 2002; Neoliberalismo:
mito y realidad; El Caos Planetario, Ediciones Herramienta, 1999; Capitalismo y
Despojo, Ed. Pensamiento Crítico, Bogotá, 2013, entre otros. Premio Libertador,
Venezuela, 2008. Su último libro publicado es Colombia y el Imperialismo
contemporáneo, escrito junto con Felipe Martín Novoa, Ed. Ocean Sur, 2014.
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