martes, 31 de julio de 2012

El interminable conflicto minero en el desierto politico peruano


Por Eduardo Gudynas
 
Muchas veces se considera que los conflictos socioambientales en un país son una cuestión propia; mirados desde el exterior aparecen como reseñas en las secciones de noticias internacionales en algunos medios de prensa. Considero que, por el contrario, cada país latinoamericano tiene que observar con atención que sucede en las naciones vecinas, para aprender de esas experiencias. El interminable conflicto peruano frente a la minería ofrece muchas enseñanzas que deben ser atendidas.

Les comparto un artículo que desde esa perspectiva (¿cuáles son las enseñanzas que nos deja algo que sucede en otro país?), son atendibles, en especial para los países del Cono Sur (en el caso del artículo está enfocado en Uruguay). Ese ejercicio es necesario, ya que países como Argentina y Uruguay parecen encaminarse a una nueva era extractivista, y con ello, por ahora están repitiendo todos los problemas y conflictos que se observan en la región andina. El artículo apareció en el semanario Brecha (Montevideo), el 17 de julio 2012. Les comparto el texto:
 
El conflicto desatado en Perú por el megaproyecto minero Conga es ilustrativo de la importancia de los análisis internacionales. Allí, en esa inversión de unos 4.500 millones de dólares presentada por sus promotores como “la salvación” de una de las zonas más pobres del país, se está jugando una de las más fuertes pulseadas políticas y económicas sobre cómo entender el desarrollo en América Latina.

Conga es una propuesta de megaminería a cielo abierto de oro y cobre en el departamento de Cajamarca. Promovida por la empresa Yanacocha (una asociación de capitales peruanos y Newmont, una gigantesca corporación minera), siempre estuvo envuelto en polémicas. Si bien se trata de una enorme inversión (los empresarios aseguran que llegará a 4.800 millones de dólares), y se espera que disparará las exportaciones, siempre fue resistido localmente.

Las razones de la oposición al proyecto son diversas. En primer lugar se rechazan sus impactos ambientales, incluyendo la desaparición de unas lagunas andinas que los pobladores locales consideran clave, sea para la agricultura como para abastecer de agua potable. En las zonas andinas se conocen esos y otros impactos ambientales ya que los han vivido a lo largo de décadas de coexistencia con otras mineras. Tampoco creen en las promesas de una gestión ambiental por parte de la empresa Yanacocha, debido a su comportamiento en otros emprendimientos. Y por si fuera poco, el proyecto fue aprobado al final del gobierno de Alan García, sumido en el descrédito ciudadano.

Como Ollanta Humala basó parte de su campaña en sostener que antes que la explotación minera se encontraba la protección del agua, muchos creyeron que al conquistar la presidencia el emprendimiento en Cajamarca sería suspendido. Se equivocaron, y desde ese momento el conflicto no ha dejado de crecer. La administración Humala abandonó su tibio progresismo inicial, y se encaminó a una estrategia de desarrollo convencional basada en la explotación masiva de sus recursos naturales. La promesa de “primero el agua, después el oro” se reconvirtió en un ambiguo llamado a tener tanto el agua como el oro, las lagunas como las inversiones.

La consecuencia inevitable fue el estallido de una protesta ciudadana masiva en Cajamarca, incluyendo populosas manifestaciones y paros cívicos con apoyo del propio presidente de la región. Frente a la escalada de las protestas, Humala decidió moverse todavía más a la derecha: declaró el estado de emergencia, militarizó la zona, y cayó en su primera crisis política de envergadura. Renunciaron varios ministros y los grupos “progresistas” abandonaron la administración. El que era un gobierno en disputa entre un ala conservadora y otra progresista duró apenas 136 días, y en diciembre de 2011 se volcó decididamente por el “orden y las inversiones”, como advirtieron analistas peruanos.

Desde ese entonces, la conflictividad en la zona no ha decrecido, sino que sigue en aumento, y ha pasado por sucesivos paros, una marcha nacional en defensa del agua y la vida, y diversos enfrentamientos con varios muertos (cinco mineros sólo la semana pasada). No es una dinámica excepcional, ya que el mismo estado de cosas se está repitiendo en Ecuador, Bolivia, Colombia, y en menor medida en Argentina. La protesta ciudadana contra la megaminería a cielo abierto se ha vuelto una condición generalizada en casi toda América del Sur.

Un examen del manejo del caso Conga muestra muchas lecciones para Uruguay. Todo indica que el gobierno peruano ha decidido aprobar el proyecto minero a toda costa por razones tales como la enorme inversión, las expectativas de altos precios de los minerales en los mercados internacionales, la creciente crisis en los países industrializados, y en particular hacerlo porque no tiene otros planes alternativos. Más o menos los mismos factores están presentes en Uruguay alrededor del proyecto Aratirí.

El gobierno Humala buscó acallar las protestas apelando a la ciencia. Como los estudios ambientales iniciales, realizados en Perú, eran muy cuestionados, se apeló a expertos extranjeros. Se contrató una comisión de españoles que realizó un llamado “peritaje”. La lógica de la medida se basa en la muy común suposición de que habrá un dictamen de “la ciencia”, objetivo y final, que permitirá cerrar todas las discusiones. Esta es una postura que, si bien es común, olvida que eso casi nunca ocurre. Las organizaciones ciudadanas cajamarqueñas aceptaron ese desafío y realizaron un “peritaje” con sus propios técnicos. Como era de esperar los resultados fueron distintos, las diferencias y sospechas se ahondaron, y dejaron todavía más en evidencia las debilidades de las evaluaciones ambientales estatales. No está de más de recordar que apelaciones similares a la ciencia se han repetido en Uruguay, y con resultados similares (desde la aprobación a transgénicos hasta el puente en la laguna Garzón).

Seguidamente, el gobierno peruano apeló a otra táctica también común. Aceptaría la explotación minera pero le impuso un plan de compensaciones ecológicas (enfocadas en salvaguardar parte de las lagunas en disputa), sociales (crear 10 mil puestos de trabajo) y económicos (un fondo social con un monto de dinero no aclarado). Se cayó en una lógica, muy común en los gobiernos progresistas, del tipo “destruyo tu ambiente, pero te compenso con dinero o un empleo”. El resultado en Perú: la medida no tuvo mayor eco, y el conflicto siguió creciendo.

Conga y otros casos (por ejemplo en Ecuador) muestran un nuevo tipo de conflictos que resisten esta idea que evita anular los impactos y que pretende compensarlos o indemnizarlos. Una vez más esa experiencia peruana no es lejana a casos uruguayos, como por ejemplo aceptar la destrucción en la costa oceánica a cambio de puestos de trabajo como jardineros o domésticas en las futuras casas. Los conflictos de nuevo cuño, como el que ocurre en Perú, evidencian que ciertos niveles de destrucción ambiental no pueden ser evaluados en una escala económica.

De maneras similares fueron cayendo uno tras otro los intentos de apaciguar la protesta en Cajamarca. Se ha acosado a las organizaciones ciudadanas, se volvió a declarar el estado de emergencia, y hasta se llevaron preso a uno de los líderes locales, golpeándolo frente a las cámaras. Se llegó así a una situación casi límite con la pérdida de la legitimidad política del gobierno central. Mucha gente ya no le cree a Humala, a los partidos políticos más conocidos, ni a la empresa, ni a los técnicos universitarios. Es un desierto político. Tampoco puede olvidarse que muchas autoridades locales o regionales conquistaron electoralmente sus cargos desde plataformas que prometían contener la minería, y por lo tanto están cumpliendo con sus promesas electorales.

En este desierto político están en discusión las esencias de las políticas de desarrollo del país: ser un país minero, o no serlo. Esa es la cuestión. Y el gobierno Humala está desnudo de alternativas, no las ha buscado, y como no las tiene a mano vuelve a caer en la exportación de materias primas.

Se podrá sostener que el caso uruguayo es muy distinto al de esas comunidades andinas, que enfrentan desde hace décadas la prepotencia minera, sus impactos sociales y ambientales, así como la complicidad gubernamental. Pero si se mira varios casos uruguayos, una vez más se encontrarán similitudes. Hay aquí unos cuantos problemas ambientales que distintos gobiernos son incapaces de resolver. Se repiten una y otra vez las denuncias sobre el uso de agroquímicos, persisten las incapacidades en el manejo de la basura o en resolver la contaminación de arroyos, se presiona sobre las evoluciones de impacto ambiental, y hasta hay políticos que defienden la megaminería antes de conocer sus impactos. ¿Se está aprendiendo de la experiencia peruana? En la izquierda, ¿se está pensando en alternativas para no volver a ser proveedores de materias primas en la globalización?

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