Por Martha Moncada
El potencial minero del Ecuador otorga al país la posibilidad de convertirse en un importante abastecedor de varios de los minerales que requiere el desarrollo industrial de las más ricas economías del planeta y cubrir algunos de los rubros de la demanda interna de minerales. La posibilidad de aprovechar este potencial ha dado paso al surgimiento de posiciones antagónicas dentro del país. Por un lado, el gobierno, sectores empresariales y población urbana y rural diversa, respaldan la tesis de explotar la riqueza minera del país como un medio para disponer de los ingresos que permitan superar la pobreza, expandir la cobertura de atención de servicios y corregir las asimetrías sociales y económicas existentes. Por otro lado, los pueblos y nacionalidades indígenas, sus organizaciones, sectores ambientalistas, así como población asentada en ciudades y en el campo, han manifestado su rechazo a la minería a gran escala por sus impactos sobre la naturaleza y por los efectos adversos sobre la continuidad histórica de pueblos indígenas que viven en territorios que podrían verse abruptamente modificados por la minería. Quienes se oponen a la explotación minera a gran escala cuestionan, adicionalmente, que la consecución del desarrollo suponga atravesar una única vía; por el contrario, afirman la existencia de concepciones culturalmente diversas que no necesariamente implican iguales condiciones de vida que aquellas que rigen en el occidente.
Estos últimos argumentos, lejos de ser incorporados como parte de una reflexión seria o de propiciar un debate democrático y transparente, han sido motivo de menosprecio y descalificación por parte de las autoridades gubernamentales quienes finalmente, y aún violentando disposiciones constitucionales expresas como la consulta previa informada, transparente y “de buena fe”, han impuesto el inicio de actividades extractivas de gran escala bajo la premisa de alcanzar el “bienestar colectivo”. Frente a esta imposición, merece la pena develar algunas de las afirmaciones en las que el gobierno ha sustentado su decisión.
Primera falacia: “Los ingresos económicos producto de la minería permitirán superar la pobreza y actuarán como un motor para el crecimiento económico”.
Esta afirmación es uno de los argumentos al que con mayor frecuencia recurren los promotores del neoextractivismo en el ánimo de legitimar el impulso de la minería y contener la conflictividad y la oposición de sectores sociales que advierten los impactos negativos de las actividades extractivas. El papel más activo del Estado que caracteriza al actual extractivismo posiblemente permitirá la obtención de mayores ingresos y la puesta en marcha de políticas redistributivas orientadas a cerrar las brechas de pobreza y las injusticias sociales que enfrentan los países poseedores de reservas minerales. No obstante, es una verdad a medias.
En los mayores ingresos que supuestamente podrían percibir nuestras economías no se contabiliza la pérdida de biodiversidad, el deterioro de ecosistemas y de los servicios y funciones ambientales que prestan, la eventual desestructuración de culturas ancestrales, ni los recursos económicos que será necesario destinar para descontaminar el agua y la tierra. En la medida en que no se ha realizado un balance objetivo que de cuenta de los activos y pasivos que provocarán las nuevas explotaciones extractivas, la afirmación sobre mayores ingresos debe al menos relativizarse.
Estos últimos argumentos, lejos de ser incorporados como parte de una reflexión seria o de propiciar un debate democrático y transparente, han sido motivo de menosprecio y descalificación por parte de las autoridades gubernamentales quienes finalmente, y aún violentando disposiciones constitucionales expresas como la consulta previa informada, transparente y “de buena fe”, han impuesto el inicio de actividades extractivas de gran escala bajo la premisa de alcanzar el “bienestar colectivo”. Frente a esta imposición, merece la pena develar algunas de las afirmaciones en las que el gobierno ha sustentado su decisión.
Primera falacia: “Los ingresos económicos producto de la minería permitirán superar la pobreza y actuarán como un motor para el crecimiento económico”.
Esta afirmación es uno de los argumentos al que con mayor frecuencia recurren los promotores del neoextractivismo en el ánimo de legitimar el impulso de la minería y contener la conflictividad y la oposición de sectores sociales que advierten los impactos negativos de las actividades extractivas. El papel más activo del Estado que caracteriza al actual extractivismo posiblemente permitirá la obtención de mayores ingresos y la puesta en marcha de políticas redistributivas orientadas a cerrar las brechas de pobreza y las injusticias sociales que enfrentan los países poseedores de reservas minerales. No obstante, es una verdad a medias.
En los mayores ingresos que supuestamente podrían percibir nuestras economías no se contabiliza la pérdida de biodiversidad, el deterioro de ecosistemas y de los servicios y funciones ambientales que prestan, la eventual desestructuración de culturas ancestrales, ni los recursos económicos que será necesario destinar para descontaminar el agua y la tierra. En la medida en que no se ha realizado un balance objetivo que de cuenta de los activos y pasivos que provocarán las nuevas explotaciones extractivas, la afirmación sobre mayores ingresos debe al menos relativizarse.
La obtención de mayores ingresos como sinónimo de riqueza otorga a esta última una noción una acepción únicamente crematística, sin considerar que riqueza es también el patrimonio natural y cultural que poseemos, la mayoría sin valor económico en el mercado, a la vez que “naturaliza” el proceso de desarrollo seguido por las economías industriales y desconoce que existen otras vías y formas de vida para relacionarnos con el entorno. Por otro lado, desconoce o minimiza el hecho de que los sectores extractivos intensifican las presiones ambientales y profundizan las inequidades, pues, las perspectivas de crecimiento económico son limitadas por la capacidad de carga del ecosistema. Esta mirada parcial –más ingresos como condición para superar las dificultades actuales- eclipsa, finalmente, un análisis más riguroso sobre el estilo de desarrollo y el alcance y contenido del “buen vivir”.
Segunda falacia: “La incursión en actividades extractivas generará nuevos y numerosos empleos”.
Es probable que en las primeras fases de explotación de un nuevo proyecto extractivo sea necesaria la contratación de un número significativo de trabajadores, sobre todo para las labores de remoción de la cubierta vegetal, apertura de vías, construcción de facilidades, instalación de maquinaria, etc. El empleo temporal requerido para estas actividades disminuirá significativamente una vez que el proyecto extractivo entre en operación. En esta fase, el funcionamiento de maquinaria y equipo, supervisado por técnicos especializados generalmente provenientes de los países de origen de la empresa extractiva, sustituye la mano de obra local.
De acuerdo a estimaciones, una mina genera 0,9 empleos por hectárea, mientras que una arrocera produce 6 empleos por hectárea. A la luz de esta realidad, la promesa de generación de empleo resulta por tanto también una verdad a medias y tergiversa lo que ha sido la contribución de los proyectos extractivos en materia de generación de empleo.
Tercera falacia: “Los impactos ambientales que generarán las actividades mineras pueden ser revertidos”.
Este argumento magnifica las bondades de la tecnología para reparar los daños ocasionados a la naturaleza y desconoce que, aún existiendo los recursos económicos suficientes, existen daños que son irreversibles. Frente a la complejidad de la naturaleza, más aún en zonas de megadiversidad como las que serán afectadas por las actividades extractivas, una postura ajena al antropocentrismo y al optimismo en el progreso tecnológico debería apelar, al menos, al principio de precaución debido a la incertidumbre respecto a la magnitud e intensidad de los impactos que se ocasionarán sobre un bosque tropical y sus cuencas hidrográficas. No existen suficientes experiencias en el mundo como para valorar las implicaciones de ejecutar minería en medio de un área de concentración de valiosa biodiversidad como lo pretende hacer Ecuador al inaugurar la minería a cielo abierto.
La minería a cielo abierto supone la remoción de inmensas cantidades de tierra por cada gramo de mineral lo que es posible gracias a procesos químicos altamente demandantes de agua y la utilización de elementos de alta nocividad como el cianuro y el mercurio. Se calcula que, en el caso de la minería de metales, por cada tonelada de mineral crudo extraído se requieren entre 636 y 7.123 litros de agua y que para los minerales no metálicos, este requerimiento fluctúa entre 136 y 4.532 litros de agua por cada tonelada extraída (Delgado 2011).
La ilusión respecto a la reversión de los impactos ambientales generados por la minería regulaciones débiles y un control ambiental insuficiente
Cuarta falacia: “El horizonte de largo plazo es el post-extractivismo”.
Las economías atadas a la exportación de materias primas han demostrado una escasa posibilidad de diversificar su matriz productiva y reactivar la producción para el mercado interno. Más aún en un escenario como el actual, caracterizado por una demanda creciente de materias primas para mantener en funcionamiento a las economías industrializadas, es probable que el aumento de los precios y el mejoramiento relativo de los términos de intercambio, experimentado en las últimas décadas, se traduzca en una progresiva reprimarización de la economía.
En estas condiciones resulta ilusorio pensar que países como Ecuador abandonarán el neoextractivismo que actualmente impulsan. Lo más probable es que esta nueva estrategia resulte tan adictiva como lo ha sido el petróleo desde hace 40 años atrás. La “trampa de la especialización” como lo denomina la economía ecológica o la “maldición de la abundancia” en palabras de Alberto Acosta, poco han abonado en la diversificación de la matriz productiva o en un mayor dinamismo para fortalecer la producción orientada al mercado interno.
La historia de nuestros países ha demostrado que la dependencia de bienes primarios, una vez agotado el mercado del producto “estrella” –por la competencia del mismo producto proveniente de otros países, por la saturación de la demanda, por medidas proteccionistas o por la disminución de la productividad y de los volúmenes producción a raíz del deterioro de las condiciones de producción (como sucedió en Ecuador con el cacao o más recientemente con el camarón afectado por la denominada “mancha blanca”)-, en lugar de promover la diversificación económica, lo que hace es presionar por la explotación de un nuevo producto apetecido por los mercados internacionales y mantener la inserción subordinada de nuestros países a la economía mundial.
Quinta falacia. “Quienes se oponen a la minería no presentan opciones”.
El actual énfasis concedido a la minería y que, según sus promotores, luego permitiría transitar a una economía post-extractiva, desconoce o minimiza, finalmente, que las potencialidades del país no se circunscriben al sector extractivo; que existen alternativas que pueden desarrollarse hoy como la agricultura y dentro de este sector, ciertos nichos especializados como la agricultura orgánica que experimenta una demanda creciente; el turismo responsablemente gestionado; la propia industria, con énfasis en la incorporación de valor agregado a la producción primaria generada en el país y aún la realización de actividades mineras en un esfuerzo político consistente orientado a no atentar contra las bases de lo que podría ser una nueva economía, un modelo post-extractivo profundamente respetuoso de los derechos de la Naturaleza y el buen vivir de la población.
Este planteamiento contrariamente a bloquear el debate o negar toda forma de extractivismo, se sustenta en la necesidad de estimular una discusión amplia, transparente y democrática respecto a las áreas que podría destinar un país para la realización de actividades mineras (dónde hacerlo), el tipo de asociaciones que deberíamos buscar (con quién hacerlo), los parámetros técnicos, ambientales y laborales que deberían caracterizar la ejecución de actividades extractivas (cómo hacerlo) y sobre todo, el destino de los procesos extractivos (para qué hacerlo), en la perspectiva de acordar no solo la distribución y el destino de la renta minera, sino también el sentido mismo de la explotación de minerales.
No deberían tener igual ponderación las actividades orientadas a la extracción de minerales que pueden redundar en el bienestar de los seres humanos, que aquellas cuya finalidad es alimentar a la industria armamentista o las que persiguen satisfacer los apetitos insaciables de la acumulación. El primer caso puede de justificar el daño a la naturaleza bajo determinadas condiciones; la extracción minera para propósitos armamentistas o para acumulación no pueden de ninguna manera socavar las bases para iniciar una transición hacia un “extractivismo indispensable” como lo proponen varios pensadores de la región (Gudynas 2009 y 2011, Escobar 2012).
Bibliografía consultada
Segunda falacia: “La incursión en actividades extractivas generará nuevos y numerosos empleos”.
Es probable que en las primeras fases de explotación de un nuevo proyecto extractivo sea necesaria la contratación de un número significativo de trabajadores, sobre todo para las labores de remoción de la cubierta vegetal, apertura de vías, construcción de facilidades, instalación de maquinaria, etc. El empleo temporal requerido para estas actividades disminuirá significativamente una vez que el proyecto extractivo entre en operación. En esta fase, el funcionamiento de maquinaria y equipo, supervisado por técnicos especializados generalmente provenientes de los países de origen de la empresa extractiva, sustituye la mano de obra local.
De acuerdo a estimaciones, una mina genera 0,9 empleos por hectárea, mientras que una arrocera produce 6 empleos por hectárea. A la luz de esta realidad, la promesa de generación de empleo resulta por tanto también una verdad a medias y tergiversa lo que ha sido la contribución de los proyectos extractivos en materia de generación de empleo.
Tercera falacia: “Los impactos ambientales que generarán las actividades mineras pueden ser revertidos”.
Este argumento magnifica las bondades de la tecnología para reparar los daños ocasionados a la naturaleza y desconoce que, aún existiendo los recursos económicos suficientes, existen daños que son irreversibles. Frente a la complejidad de la naturaleza, más aún en zonas de megadiversidad como las que serán afectadas por las actividades extractivas, una postura ajena al antropocentrismo y al optimismo en el progreso tecnológico debería apelar, al menos, al principio de precaución debido a la incertidumbre respecto a la magnitud e intensidad de los impactos que se ocasionarán sobre un bosque tropical y sus cuencas hidrográficas. No existen suficientes experiencias en el mundo como para valorar las implicaciones de ejecutar minería en medio de un área de concentración de valiosa biodiversidad como lo pretende hacer Ecuador al inaugurar la minería a cielo abierto.
La minería a cielo abierto supone la remoción de inmensas cantidades de tierra por cada gramo de mineral lo que es posible gracias a procesos químicos altamente demandantes de agua y la utilización de elementos de alta nocividad como el cianuro y el mercurio. Se calcula que, en el caso de la minería de metales, por cada tonelada de mineral crudo extraído se requieren entre 636 y 7.123 litros de agua y que para los minerales no metálicos, este requerimiento fluctúa entre 136 y 4.532 litros de agua por cada tonelada extraída (Delgado 2011).
La ilusión respecto a la reversión de los impactos ambientales generados por la minería regulaciones débiles y un control ambiental insuficiente
Cuarta falacia: “El horizonte de largo plazo es el post-extractivismo”.
Las economías atadas a la exportación de materias primas han demostrado una escasa posibilidad de diversificar su matriz productiva y reactivar la producción para el mercado interno. Más aún en un escenario como el actual, caracterizado por una demanda creciente de materias primas para mantener en funcionamiento a las economías industrializadas, es probable que el aumento de los precios y el mejoramiento relativo de los términos de intercambio, experimentado en las últimas décadas, se traduzca en una progresiva reprimarización de la economía.
En estas condiciones resulta ilusorio pensar que países como Ecuador abandonarán el neoextractivismo que actualmente impulsan. Lo más probable es que esta nueva estrategia resulte tan adictiva como lo ha sido el petróleo desde hace 40 años atrás. La “trampa de la especialización” como lo denomina la economía ecológica o la “maldición de la abundancia” en palabras de Alberto Acosta, poco han abonado en la diversificación de la matriz productiva o en un mayor dinamismo para fortalecer la producción orientada al mercado interno.
La historia de nuestros países ha demostrado que la dependencia de bienes primarios, una vez agotado el mercado del producto “estrella” –por la competencia del mismo producto proveniente de otros países, por la saturación de la demanda, por medidas proteccionistas o por la disminución de la productividad y de los volúmenes producción a raíz del deterioro de las condiciones de producción (como sucedió en Ecuador con el cacao o más recientemente con el camarón afectado por la denominada “mancha blanca”)-, en lugar de promover la diversificación económica, lo que hace es presionar por la explotación de un nuevo producto apetecido por los mercados internacionales y mantener la inserción subordinada de nuestros países a la economía mundial.
Quinta falacia. “Quienes se oponen a la minería no presentan opciones”.
El actual énfasis concedido a la minería y que, según sus promotores, luego permitiría transitar a una economía post-extractiva, desconoce o minimiza, finalmente, que las potencialidades del país no se circunscriben al sector extractivo; que existen alternativas que pueden desarrollarse hoy como la agricultura y dentro de este sector, ciertos nichos especializados como la agricultura orgánica que experimenta una demanda creciente; el turismo responsablemente gestionado; la propia industria, con énfasis en la incorporación de valor agregado a la producción primaria generada en el país y aún la realización de actividades mineras en un esfuerzo político consistente orientado a no atentar contra las bases de lo que podría ser una nueva economía, un modelo post-extractivo profundamente respetuoso de los derechos de la Naturaleza y el buen vivir de la población.
Este planteamiento contrariamente a bloquear el debate o negar toda forma de extractivismo, se sustenta en la necesidad de estimular una discusión amplia, transparente y democrática respecto a las áreas que podría destinar un país para la realización de actividades mineras (dónde hacerlo), el tipo de asociaciones que deberíamos buscar (con quién hacerlo), los parámetros técnicos, ambientales y laborales que deberían caracterizar la ejecución de actividades extractivas (cómo hacerlo) y sobre todo, el destino de los procesos extractivos (para qué hacerlo), en la perspectiva de acordar no solo la distribución y el destino de la renta minera, sino también el sentido mismo de la explotación de minerales.
No deberían tener igual ponderación las actividades orientadas a la extracción de minerales que pueden redundar en el bienestar de los seres humanos, que aquellas cuya finalidad es alimentar a la industria armamentista o las que persiguen satisfacer los apetitos insaciables de la acumulación. El primer caso puede de justificar el daño a la naturaleza bajo determinadas condiciones; la extracción minera para propósitos armamentistas o para acumulación no pueden de ninguna manera socavar las bases para iniciar una transición hacia un “extractivismo indispensable” como lo proponen varios pensadores de la región (Gudynas 2009 y 2011, Escobar 2012).
Bibliografía consultada
- Acosta, Alberto. La maldición de la abundancia. Swiss Aid, Comité Ecuménico de Proyectos. Abya Ayala. Quito, 2009.
- Delgado R., Gian Carlo. Bienes comunes, metabolismo social y el futuro común de la humanidad: un análisis Norte-Sur. Fundación Rosa Luxemburgo. Documento temático de la conferencia sobre los bienes comunes en Roma. Roma, 2011.
- Escobar, Arturo. ¿Transformaciones y/o transiciones? Post-extractivismo y pluriverso. En: América Latina en Movimiento. No. 473. Agencia Latinoamericana de Información –ALAI-. 2012. Pp.14-17
- Gudynas, Eduardo. Diez tesis urgentes sobre el nuevo extractivismo. Contextos y demandas bajo el progresismo sudamericano actual. En: Extractivismo, Política y Sociedad. Varios autores. Centro Andino de Acción Popular (CAAP) y Centro Latinoamericano de Ecología Social (CLAES). Quito, 2009.
- Gudynas, Eduardo. Más allá del nuevo extractivismo: transiciones sostenibles y alternativas al desarrollo. En: El desarrollo en cuestión. Reflexiones desde América Latina. F. Wanderley, ed. Oxfam y CIDES UMSA. La Paz, 2011. pp.379- 410.
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