Hay
que tener cierto empaque para entrarle al tema de la pederastia. Y yo, la
verdad, no creo tenerlo. Sin embargo, durante los últimos cuatro años y pico me
la he pasado, durante mis ratos libres, haciendo una investigación sobre el
tópico. Y claro. Por momentos he sentido la necesidad de zamparme un Gravol o
cualquier otro medicamento antiemético para evitar las náuseas. Porque la
literatura y las películas que abordan estos casos, así como las entrevistas
con personas que han sido abusadas sexualmente siendo menores de edad, lo dejan
a uno abatido anímicamente. Y psicológicamente, que también.
Acabo
de terminar de ver, por ejemplo, Obediencia perfecta, una película basada en la
historia del sacerdote mexicano Marcial Maciel, el peor monstruo que ha parido
la iglesia católica en América Latina, quien fundó a los Legionarios de Cristo,
y fue una suerte de protegido de Juan Pablo II. El otro filme que vi, de mejor
factura que el anterior, fue El Bosque de Karadima, inspirado en el segundo
depredador sexual más representativo de la región: el cura chileno Fernando
Karadima.
Y
claro. Ahora que acabo de rematar la investigación sobre Luis Fernando Figari,
fundador del Sodalicio de Vida Cristiana, una institución católica de raíces
peruanas, y que he realizado con el apoyo invalorable de mi amiga y colega
Paola Ugaz, y de muchas otras personas que han preferido mantener sus
identidades en reserva, uno no puede dejar de inferir un dato curioso. Estos
tres líderes religiosos y animadores de agrupaciones cristianas exitosas, y que
jamás se han conocido entre sí, cuando han querido seducir a los menores de
edad que captan a través de retiros y actividades aparentemente inocentes, han
usado los mismos métodos. O han empleado estrategias similares. Como si
existiese un manual de pederastia clerical.
Supongo
que parte de la explicación tiene que ver con el sistema de reclutamiento y
formación, que implica la sustitución gradual de la familia y la destrucción de
la figura paterna; con la estructura y diseño de la organización, que en los
casos que aludo, han sido verticales y totalitarias; con la inoculación de
ideas condimentadas de citas bíblicas que enfatizan que el máximo rigor físico,
el trato vejatorio y la obediencia ciega santifican. Y así.
Otras
coincidencias entre Maciel, Karadima y Figari es la obsesión de reclutar
jóvenes de buena apariencia, y si provienen de familias adineradas, mejor; el
culto a la personalidad que propician para que sean venerados como semidioses;
diversas fórmulas de coerción psicológica. Y en ese plan.
El
abuso, por cierto, no es inmediato. Las técnicas de engatusamiento pueden durar
varios años. Porque el pedófilo religioso está premunido de la paciencia del
cazador. Y mientras más tiernos los adeptos, los procesos de encandilamiento
permiten moldearlos, con el paso del tiempo, según el modelo que persigue el
pederasta confesional. Así las cosas, detrás de una agrupación católica,
hipotéticamente creada para hacer el bien, puede esconderse una maquinaria
perversa de dominación y sometimiento de la voluntad que puede llegar a
aniquilar la individualidad y la libertad de las personas.
O
como dice uno de los personajes abusados del filme sobre Karadima: “El padre no
me arrebató mi libertad, sino que lo hizo de tal forma que yo se la fui
entregando poco a poco”.
Y es
que este tipo de depredadores sexuales eclesiales, al estilo Maciel, Karadima o
Figari, “no se valieron de la violencia, sino que recurrieron a las suaves
formas de la seducción basada en su carisma personal para vencer la resistencia
interior de sus víctimas y finalmente lograr un consentimiento supuestamente
libre. Nadie las obligó, dicen los detractores. Ignoran el inmenso poder que se
puede obtener mediante la manipulación sicológica”, como anota el exsodálite
Martín Scheuch en las páginas de Exitosa (7.10.2015).
Y
cuando el pederasta cree que su víctima está a punto, lo testea para ver si cae
y cruza la raya. Por lo menos eso es lo que se deduce del caso Figari y sus
tácticas depravadas que terminaban eventualmente devorando a su presa. Como le
ocurrió a Santiago (nombre ficticio), quien decidió romper su silencio.
“Cuando
Figari supuestamente trató de sodomizar a Santiago por primera vez, tuvo
dificultades en la penetración. En ese momento, con la frialdad de un cirujano,
se detuvo, se dirigió a su mesa de noche, abrió el cajón y sustrajo de ahí un
pomo de vaselina para continuar con su ritual envenenado. ‘Lo más extraño de
todo es que mientras iba penetrándome pedía que me masturbara. Y algo más extraño
todavía: después de todo esto me pidió que lo acompañara a misa’” (extracto de
Mitad monjes, mitad soldados, el libro que presento el jueves próximo).
Y es
que el abuso de poder, como en estos casos, puede derivar en abusos sexuales a
menores. Es así.
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