Hace
catorce años fui invitado a un programa de Canal N (se encuentra en You Tube),
conducido por Cecilia Valenzuela al mando de un equipo de jóvenes reporteros,
en torno al ahora célebre caso del Sodalicio. En ese programa se presentaron
testimonios apabullantes de abusos –como los de Enrique Escardó– y al final del
reportaje intervino el suscrito. Afirmé entonces que, pese a carecer de
evidencias, estaba seguro de que los abundantes episodios de abuso psicológico
y acoso moral denunciados incluían abuso sexual.
Durante
todos estos años esto fue ignorado y, en los casos de Escardó y otros, fueron
además estigmatizados y combatidos como si fueran unos herejes enemigos de la
verdad divina. Gracias a la investigación y testimonios presentados por Pedro
Salinas en colaboración con Paola Ugaz, hoy sabemos que todo esto no solo era
cierto: era peor.
Quisiera
explicar en qué se basó mi presunción de entonces.
Cualquier
organización articulada en torno al vínculo amoroso con un líder carismático
(puede ser Figari o Abimael) conduce al sometimiento mental y físico. Tarde o temprano,
ante la ausencia de sistemas de control que limiten el poder del o los líderes,
estos se ven expuestos a la tentación del abuso, que en jerga psicoanalítica se
denomina la pulsión de dominio. Entonces el único cortafuegos se halla en el
mundo interno del jefe del grupo. Lo cual significa pedirle peras al olmo. Ahí
donde hay impunidad, el exceso no es la excepción: es la norma. Es lo que
Slavoj Zizek llama el superyó obsceno.
Pretender,
como lo han hecho todos estos años los miembros de la cúpula sodálite, que sus
rezos y castigos físicos los ponen a resguardo de las cadenas de Eros (título
de un libro de André Green en donde explica el funcionamiento de la cadena
erótica, que comienza con la pulsión sexual, pasa por el principio del placer,
el deseo, el fantasma y culmina en la sublimación), e invertir el proceso es al
inicio un autoengaño. Luego se convierte en un modus operandi, como se está
viendo en instituciones católicas del mundo entero.
Por
eso no es extravagante citar a Figari o a Doig al lado de Abimael. Aunque en el
papel sean dos agrupaciones diametralmente opuestas, una de las cuales es
asesina y terrorista, comparten la sumisión abyecta, el lavado de cerebro de
sus miembros, el castigo implacable a quienes se apartan de las reglas autoritarias
y rompen el pacto del secreto, así como el goce sin trabas del líder supremo.
Es
probable que no lo hayan sabido conscientemente al inicio, pero en algún punto
Figari, Doig y los demás deben haber entendido que el verdadero objetivo de su
sistema de reclutamiento de élites adolescentes era el poder de someterlos y
hacer de ellos sus esclavos. Psíquicos o sexuales. Para entonces ya era
demasiado tarde. La fuga hacia adelante pareció dar resultado gracias a la
complicidad de la Iglesia católica, empeñada en apagar sus propios incendios
pedófilos. Mientras tanto, niños y adolescentes eran sacrificados al culto
narcisista maligno de unos depredadores persuadidos de su impunidad y
omnipotencia.
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