A
veces pienso que creo en algo, pero entonces leo a Christopher Hitchens y se me
pasa. El filósofo contemporáneo que con más brillantez expuso su ateísmo dijo
un día: "Cuando los sacerdotes se portan mal, se portan ciertamente muy
mal y cometen delitos que harían empalidecer a un pecador corriente.
Uno
preferiría atribuirlo a su represión sexual antes que a las doctrinas que
predican, pero resulta que una de las doctrinas que predican es la represión
sexual". A veces siento que creo en algo y entonces se publica un libro
como el de Pedro Salinas y Pao Ugaz y es difícil no volverse ateo del todo y no
generalizar un tanto, cuando una vez más queda al descubierto la forma en que
la propia doctrina eclesiástica entraña el crimen que condena, la dolorosa
conciencia de cómo habita el mal en el inmediato reverso de su prédica.
Parafraseando
a Hitchens, quizá no se pueda culpar a la religión de ese impulso oscuro, pero
sí podemos condenarla por institucionalizar y refinar la práctica. Los abusos
de Figari y sus acólitos no sólo no son un caso aislado, van más allá porque
son parte de un sistema de pensamiento, de una forma de ejercer dominio sobre
los más vulnerables. El control de las mentes y de los cuerpos, esa violencia,
sólo puede engendrar más violencia.
En
Colombia, hace poco, un fallo histórico ha responsabilizado a la Iglesia
Católica por los actos de pederastia de sus curas. En Perú, Cipriani se está
bien callado, mientras el Estado sigue subvencionando sus arcas con más de dos
millones de soles al año. Violar niños y adolescentes con el cuento de la
trascendencia no es cosa de perdón y cuatro curas, es cosa de tribunales y
reforma constitucional.
A
veces miro el horizonte y creo que hay algo más allá, pero cuando asisto a esta
especie de reality show para "elegidos", en el que se deforma el
deseo y se "peca" ya no solo contra la ley divina sino contra las
leyes fundamentales del hombre, uno solo puede pensar que incluso Dios tiene
dos caras.
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