Alan García tiene un ego colosal.
Por supuesto.
¿Dónde encontrar un candidato presidencial, un mandatario en funciones o un exgobernante –alguien convencido que es o fue la persona más indicada para solucionar los problemas de todo un país–, que no albergue un ego de proporciones homéricas?
En esa ubicación la única modestia que cuenta es la falsa.
No, lo que sucede con Alan García es que es un personaje descomunal, sobredimensionado, tanto física como intelectual y anímicamente.
Para bien y para mal.
En sus diferencias con Alejandro Toledo, por ejemplo, en las que el Cholo proporciona la mayor animosidad, hay un ingrediente anatómico.
Cierta anécdota relacionada a los debates presidenciales del 2001 ilustra este resentimiento.
Después del primero, García se mostró tan efusivo al estrechar y sacudir la mano de su rival que lo remeció como un estropajo frente a las cámaras, y el abrazo en que el rostro andino quedó cerca del sobaco aprista tampoco fue grato.
Entonces, antes del segundo encuentro, surgió la sospecha en Perú Posible que el ciclópeo contrincante intentaría esta vez no solo abrazar a su contrario sino cargarlo en brazos como a un niño.
Gustavo Gorriti, ex campeón de judo y parte del equipo asesor de Toledo, fue reclutado para evitarlo: demostró unas llaves que trabarían la maniobra –posiblemente prendiéndose del pantalón del Gargantúa que ya estaba en camino de convertirse en Pantagruel.
Nada de eso llegó a suceder pero de temores imaginados está hecha la historia.
Además, Toledo ganó la elección para reivindicar, como Napoleón o Messi, a los retacos.
Y es que eso de ser muy grande también tiene grandes desventajas, y no solo en la clase turista de un vuelo comercial sin ‘upgrading’ presidencial.
Con los mastodontes humanos el blanco parece ser más fácil y atractivo.
En tiempos recientes se escuchó en la Casa del Pueblo a un compañero quejarse del Coloso de Jodas (sic) en estricto anonimato.
A los titanes no siempre les va bien en la mitología, sobre todo si sus errores son del tamaño de sus aciertos.
Este último fin de semana contemplamos a nuestro Goliat sumergido en un verdadero cuento de hadas, de esos que no abundan en la política, y sin un solo David o piedra a la vista: el estreno del remozado y encandilado Estadio Nacional con la presencia del Seleccionado Nacional de Fútbol en estado de gracia y goles.
García venía de inaugurar una impresionante sucesión de obras públicas como parte de un proceso de expansión económica sin precedentes en nuestra historia, y esta debiera haber sido la cereza sobre la torta.
Al fin de cuentas, se rinde culto a los dioses en el estadio desde los tiempos de la Grecia clásica.
Pero ese mismo día Alan García declaró que no asistiría a la transmisión de mando el 28 de julio.
El anuncio no solo envenenó un escenario de transición democrática que finalmente demostraba madurez, sino que a él lo colocó como un político primitivo capaz de misteriosas mezquindades.
Nadie explicó sus preocupaciones por el posible mal comportamiento de la bancada nacionalista como eco tardío y anacrónico del vociferante linchamiento que sufrió en 1990.
La novedad, sin embargo, tuvo repercusión en el hemisferio y CNN en Español la destacó como un acto de lesa civilidad.
Alan García siempre ha estado rodeado de extremas circunstancias.
A los tres días de nacido su madre lo llevó a visitar a su progenitor, que estaba preso en El Sexto.
Los índices de popularidad que alcanzó en 1985 y 1986, al inicio de su primer gobierno, no tuvieron parangón, pero la inflación que se desató en 1989 y 1990 tampoco.
Del populismo enloquecido de Caballo Loco, en el que a veces se barajaba media docena de tipos de cambio, se pasó a la economía ortodoxa de un jinete que con sus 135 kilos puede matar a un jamelgo si intenta trotar a más de un 5% de inflación anual.
Alan García, por otro lado, siempre ha atraído odios viscerales y hasta genéticos.
Si demuestra su excepcional talento de orador, con memoria, cultura, ingenio y buen humor, es un encantador de serpientes.
Si la economía es manejada cautelosa y productivamente en una coyuntura internacional muy favorable para el país, y con los metales a precios extraordinarios, no es más que un ‘lechero’.
Si ingresa con la experiencia de un gobernante reincidente en terrenos cuya complejidad recién comenzarán a confrontar los que vienen, es considerado astuto y artero.
Si surgen reclamos sociales por doquier en este proceso que se llama de “desarrollo infeliz” y en el que el propio crecimiento dispara las expectativas, su gobierno es tildado de terco, lento y también blando.
Y, claro, siempre está la acusación de corrupción que va y viene acompañada de adjetivos y generalizaciones, pero con muy pocos detalles e información.
Por otro lado, y en términos generales, Alan García habría hecho un gran gobierno esta vez si no hubiera dejado al APRA, virtualmente el único partido de masas que le queda al país, en la ruina de cuatro escaños.
Su comportamiento con dirigentes de mayor calibre y lealtad, como Jorge del Castillo, ha sido misteriosamente hostil.
Si se hace un recorrido por todas las democracias más establecidas del mundo, la renovación de cuadros en los partidos no es ajena a la continuidad institucional ni a la presencia de figuras establecidas y experimentadas.
Y no es su comportamiento partidario la única y contradictoria rareza. Hay elementos en el ámbito militar, como los oficiales que acompañaron a Jaime Salinas Sedó, que merecían más apoyo por sus sacrificados antecedentes democráticos, pero que fueron dejados a la deriva.
Además, siendo un personaje tan eminentemente público, no se puede ignorar del todo la extravagancia pluralista de su vida familiar. Pero esa característica, que en un país como Estados
Unidos sería letal para su futuro político, no parece afectarlo.
Alan García quiere volver a la presidencia en el 2016, de eso no hay duda y sus evasivas declaraciones lo confirman.
Pero cualquier médico le diría al propio Atlas que si sigue aumentado de peso se le va a caer el mundo.
Así que ¿cuáles son los límites de lo descomunal? (EZG).
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