Frei Betto
Él es objeto de creencia de millones de mortales. Dotado como está de omnipresencia, omnipotencia y omnisciencia, trasciende a nuestra realidad fugaz. Sabe lo que nos conviene, aunque nuestra débil comprensión no capte sus misterios.
Él gobierna nuestras vidas y hace que el feo sea bello, el viejo joven, lo caro barato. Transforma al bandido en autoridad venerable, al especulador en maestro sagaz, al agiotista en señor de derechos. Por ser sagrado, no soporta la autoridad del Estado, que es un poder profano, ni admite dudas o críticas, pues es digno de fe.
Se irrita con nuestros errores, reacciona mal ante nuestras equivocaciones y se complace cuando damos oídos a sus sacerdotes. Susceptible, a veces queda sumamente nervioso ante acontecimientos que le desagradan o, por la voz de sus profetas, manifiesta tranquilidad cuando los vientos soplan a su favor.
Él es el camino, la verdad y la vida. Su poder es legitimado por millares de oráculos que, especializados en su teología, tratan de explicar, en un lenguaje hermético, como él es, cómo actúa, bendice o maldice, oscila o se queda estable.
Insaciable, se alimenta de guerras y del hambre ajena, manipula la economía de los pueblos del mundo, traslada fortunas más allá de las fronteras y demuestra un apetito insaciable por las riquezas ajenas.
Fuera de él no hay salvación. Él se constituye en única puerta de salvación y de felicidad perpetua. Sólo él, en su infinita sabiduría, nos enseña el camino del cielo. Los que no confían en él son condenados al destierro de la pobreza, a la exclusión de una vida infernal, al estigma del fracaso y del desamparo.
No es posible verlo. Pero está presente en todas partes: en el helado del niño y en la flor que se ofrece, en el avión privado del banquero y en el puñado de harina con que los peones engañan al hambre, en las relaciones empresariales y conyugales, en los tratados diplomáticos y en los funerales.
En él, por él y con él las cosas adquieren valor, las personas dignidad social, las comunicaciones brillo; lo que es mentira se cambia en verdad, lo equivocado en correcto, y lo malo en bueno.
Él guía todos nuestros pasos, conoce nuestras más íntimas aspiraciones, promete saciar nuestros más profundos deseos. Lleno de artimañas, él nos rodea por todas partes, y sus ojos publicitarios nunca nos abandonan, sea en la esquina, en el autobús, en el programa de televisión, en la bolsa de compras, en las páginas de los periódicos.
Él es el dios Mercado, ante el cual se doblan todas las rodillas neoliberales, incensándolo con la elevación de las tasas, la evasión de divisas, la dependencia externa. Sus templos tienen puertas electrónicamente controladas y son protegidos por la vigilancia permanente de guardias.
Sus misioneros fiscalizan minuciosamente las cuentas de los países, dictan medidas impopulares, cuadran las cuentas aún a costo del sacrificio de vidas humanas. Éstas son inmoladas en su altar de oro todas las veces que su poder es amenazado.
Si se le lleva la contraria es capaz de romper familias, empresas o naciones. Antievangélico, desprecia la solidaridad y exalta la competitividad, repudia el compartir y canoniza la ganancia, humilla la pobreza y consagra la riqueza como supremo bien. Idolatrado, se rodea de discípulos fieles que nunca logran ver el mundo con los ojos de la compasión y de la justicia. Sus acólitos temen ante la oscilación de su humor y mantienen una pretenciosa indiferencia ante el drama de las muchedumbres hambrientas.
Hace muchos siglos, en una ciudad del Oriente Medio, él condenó a muerte a un hombre que osó, látigo en mano, derribar a los que mancillaban el templo con el tintinear de monedas que, en sus oídos, sonaban como música deleitable. Llevó a la cruz a un Dios en el que hoy él dice tener confianza, siempre y cuando no interfiera en sus negocios. Y para colmo, ahora él usa en vano el nombre de ese Dios, para encubrir y legitimar los horrores que practica.
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