Por Juan Carlos Tafur
Si Ana Jara no fuese ministra de la Mujer, su vocación evangelizadora no pasaría de generarnos esa mezcla de sensaciones –entre burlonas y conmiserativas- que suelen despertar aquellas personas fanáticas que a toda costa tratan de convencer al resto de que el mundo entero se puede entender desde un solo punto de vista y que, por cierto, no es otro que Dios, un ser supremo fuera de toda discusión, y del que, faltaba más, ellas son sus auténticos portavoces.
El problema está en que la señora de marras ocupa un cargo ministerial con una agenda inmensa de labores pendientes, en un país donde la mujer sigue siendo mayoritariamente ciudadana de segunda categoría. Todos los días, a toda hora, se violenta a una mujer por el solo hecho de serlo.
Y ante la falta de institucionalidad policial o judicial dispuesta a ponerle coto a esta situación, no es otra instancia sino el Ministerio de la Mujer la que debería encargarse de resolver esas falencias. Su profesión de fe radical no la ayuda, además, para el puesto. Cabe recordar que el cristianismo no ha sido, precisamente, un aliado histórico de la causa femenina en pro de su reivindicación igualitaria. Pero lo que resulta más penoso es que ella parezca más preocupada en utilizar la cobertura mediática que le da el cargo para dar a conocer sus particularísimas opiniones teológicas antes que a emprender alguna campaña contra el feminicidio, la segregación laboral que sufren las mujeres o el terrible desbalance educativo que existe entre la población escolar masculina y femenina.
No, a ella le interesa más, al parecer, transmitirnos que somos esencialmente tripartitos (cuerpo, espíritu y alma), que las mujeres tienen instintos supranaturales y demás. Y en ese afán, no nos cabe duda alguna que su paso por el portafolio que se le ha encomendado no va a dejar nada a favor de las mujeres.
Pero lo que quizás sea más grave, políticamente hablando, es que su designación pone de manifiesto que Ollanta Humala debe tener alguna desconexión neuronal respecto al tema de género. Porque de otro modo no se explica qué línea de continuidad puede haber entre Aída García Naranjo y Ana Jara.
El Ministerio de la Mujer ha ganado con el retiro de funciones de apoyo social que, en principio, no le correspondían. No ha perdido atribuciones y debería ganar operatividad al centrar sus objetivos. El cambalache gubernativo que apreciamos, sin embargo, va camino a convertirlo en el referente folclórico de fines de año.
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