Por Nelson Manrique
La caída del gabinete Lerner constituye un punto de inflexión que hasta aquí parece apuntar a un viraje hacia la derecha en toda la línea. El detonante de la crisis política, como es sabido, fue el conflicto en torno al proyecto minero Conga. La forma cómo se llevó adelante la negociación con los representantes del pueblo cajamarquino, y la forma cómo se interrumpió el diálogo con la decisión del presidente Humala de declarar el estado de emergencia, van a dar material para el análisis durante las próximas semanas, más aún cuando diversas versiones sostienen que no se le consultó al premier, y él y su comitiva fueron sorprendidos cuando estaban negociando.
Los sucesos de Cajamarca adquieren un sentido muy preocupante en el contexto de un par de tomas de posición presidenciales. En primer lugar, las declaraciones de Ollanta Humala en las Pampas de la Quinua de que "el soldado es como un sacerdote, que está más allá del bien y del mal". Se trata de un argumento por lo menos extraño viniendo de quien hace una década se alzó en Locumba contra un orden corrupto cuya caída puso en prisión a alrededor de un centenar de oficiales, de los cuales 12 eran de la máxima jerarquía, por delitos contra el patrimonio; hechos delincuenciales que hablan de conductas no precisamente sacerdotales. Pretender otorgar a los uniformados una supuesta superioridad moral en estas circunstancias suena a una mala broma.
Por supuesto, se podría argumentar que hay sacerdotes buenos y sacerdotes malos, como nos lo han mostrado los escándalos en que se ha visto envuelta la Iglesia en los últimos tiempos. Pero eso nos devuelve el punto de partida: ni los sacerdotes, ni por supuesto los soldados, son mejores o peores que los ciudadanos de a pie; entre todos ellos se encontrará gente buena, gente mala, y toda la gama intermedia. Pretender poner a los militares "más allá del bien y del mal" es alimentar el viejo espíritu de casta que ha constituido el caldo de cultivo de una de las peores plagas que ha aquejado al Perú a lo largo de su historia republicana: el militarismo.
La segunda toma de posición del presidente que resulta sorprendente es aquella que plantea la posibilidad de suprimir el derecho al voto de los soldados y policías, con el argumento de evitar que las FFAA se politicen. Este razonamiento obvia el hecho elemental de que a lo largo de nuestra historia republicana, mientras el personal castrense no votaba, tuvimos muchos más gobiernos militares que civiles, lo cual no habla precisamente de FFAA apolíticas. Y nuevamente las declaraciones de Humala son sorprendentes por provenir de un soldado que se incorporó a la vida pública alzándose contra el gobierno de Fujimori por considerarlo ilegítimo: una actitud absolutamente política (esa es precisamente su justificación, contra la acusación de insubordinación) por donde se le mire.
El discurso que sostiene que los soldados son apóstoles es simplemente una ideología que pretende ponerlos por encima de los demás mortales. Algo similar a la afirmación del nuevo primer ministro cuando dice que su gabinete es técnico, no político. Si así fuera habría que licenciarlo, porque no hay actividad más política que el gobierno, y si el titular del Ejecutivo lo ignora vamos por mal camino, especialmente cuando hay que afrontar una gran conflictividad social.
Las declaraciones de Daniel Abugattás que insinúan la posibilidad de una amnistía para Alberto Fujimori deben encender todas las alarmas ciudadanas. Que pudiera prosperar una iniciativa semejante sería una traición total contra quienes votaron por Ollanta Humala para evitar que el Perú se viera sometido a una degradación semejante.
Lo vivido estos días deja el mal sabor en la boca de que estamos asistiendo a la reposición de una mala obra cuyo guión ya conocemos: quienes detentan el poder económico pierden las elecciones pero invariablemente terminan gobernando.
Solo mirar quiénes aplauden el viraje de Ollanta Humala debiera ser suficiente para saber hacia dónde se dirige el gobierno.
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