martes, 24 de enero de 2017

Caso Sodalicio: “tres patines” en la fiscalía (II)

fiscal_peralta
Por Martin Scheuch

En esta segunda entrega continúo con el análisis de los argumentos “trespatinescos” que utiliza la fiscal Peralta para archivar las denuncias penales contra el Sodalicio.

Dice el fallo que el delito de secuestro como privación de la libertad personal debe entenderse exclusivamente como privación arbitraria de la posibilidad de desplazarse de un lugar a otro a voluntad, es decir, «cuando el sujeto queda privado de su libertad para movilizarse, ya sea mediante violencia, amenaza o engaño requiriendo necesariamente el dolo o el conocimiento y voluntad de impedir el ejercicio de su libertad ambulatoria». Que esto no habría ocurrido se demostraría supuestamente por el hecho de que en ninguna de las comunidades sodálites hay una «barrera física» —entiéndase muro o reja— que impida la salida de los que allí viven, además de que los denunciantes manifestaron por escrito su voluntad de ingresar y salir del Sodalicio y «existe la presunción iuris tantum que durante toda su vida adulta han ejercido plenamente sus facultades al no haber sido declarados incapaces».

Para ilustrar esta ausencia de barreras físicas, la fiscal Peralta menciona el testimonio de Martín Balbuena, «que [en el año 2008] se escapó por la puerta de la residencia en Colombia, lo que sin lugar a dudas demuestra que su salida o permanencia en las residencias dependía únicamente de la voluntad de que estos quisieran o no permanecer en dichos inmuebles dado que al tomar la decisión de retirarse, simplemente podían salir por la puerta sin que nadie les impidiera dicho acto lo que deja entrever que su libertad de desplazamiento no era vulnerada por los denunciantes que dicho sea de paso no se encontraban físicamente acompañándolo al momento de estar en Colombia».

No puedo creer lo que leen mis ojos. Quien conoce la historia de Martín Balbuena, sabe que lo primero que tuvo que vencer —como tantos otros— es el enorme miedo y angustia ante la inminente huida, pues al tomar esa decisión uno se siente culpable, traidor, fracasado, y sabe que comunicar esa decisión de manera abierta y sincera a los superiores lo único que logra es —en el mejor de los casos— postergar la salida en varios meses y —en el peor— impedirla totalmente.

Salir de comunidad no era nada fácil, pues «años atrás el retenimiento de los miembros a la organización para que no se desvincularan era exagerada. Se evitaba a toda costa la salida de cualquier integrante. En varios casos, a pesar de haber manifestado un deseo honesto de salida, el sodálite era casi forzado a pasar por procesos indefinidos y prolongados para evitar aquello que era una mal en sí: la desvinculación de la comunidad. Se dieron casos dramáticos de personas no idóneas para la vida consagrada o personas que habían cometido faltas graves que, lógicamente, debían salir de comunidad y por el contrario se forzó una permanencia que terminaba siendo traumática y dolorosa. Hay varios casos que atestiguan esta lógica». Esto es lo que leo en las reflexiones de alguien que, cuando todavía era sodálite de derecho pleno, formuló en el año 2015 un análisis crítico interno.

Martín Balbuena esperó el día y la hora en que pudiera salir de la casa sin que nadie advirtiera que no tenía intenciones de regresar. En Colombia, no tenía adónde ir. Cualquiera pensaría que se dirigió al aeropuerto a tomar un avión hacia Lima. Nada más lejos de la realidad. Era uno de los primeros lugares donde buscarían ubicarlo cuando advirtieran su prolongada ausencia -—como efectivamente lo hicieron—. Con escaso dinero y sólo lo que tenía puesto, inició un peligroso y aventurero recorrido por tierra —de varios días—, que lo llevaría en bus desde Colombia hasta la capital del Perú, pasando por Ecuador.

¿Cómo puede afirmar la fiscal Peralta que la libertad —ambulatoria, para usar su interpretación— no estaba restringida, cuando quienes tomaban la decisión de irse definitivamente de la comunidad en un día determinado tenían que hacerlo subrepticiamente, tomando precauciones para que nadie se enterara en ese momento, de preferencia a horas imprevistas, cuando todos estaban durmiendo o ausentes de la casa? No conozco ningún solo caso en que un sodálite le haya comunicado a sus superiores su decisión de irse y haya podido realizar esto el mismo día, al día siguiente o a la brevedad posible.

La barrera que había que superar era interior, y eso no resultaba fácil.

En 1993, yo estuve prácticamente recluido siete meses en San Bartolo, creyendo firmemente que si me iba contraviniendo la voluntad de los superiores, me iba a condenar para siempre. Pues ése era el tipo de pensamiento que se me había implantado en la mente, y que yo estaba obligado a admitir por obediencia si quería permanecer siendo sodálite. Y que en ese entonces me generó tal angustia, que durante ese tiempo deseé cada día que me sobreviniera la muerte.

Uno no podía desplazarse fuera de la casa si no había de por medio una autorización del superior. Ciertamente, no había ninguna barrera física que a uno le impidiera salir, pero en caso de hacerlo sin permiso, uno se exponía a castigos desproporcionados. Asimismo, cualquier viaje realizado por algún sodálite de comunidad tenía que contar con el permiso del superior, así como cualquier acto jurídico realizado por la persona. Las ganancias obtenidas en calidad de sueldo por un trabajo tenían que ser declaradas, y a uno se le indicaba qué cantidad podía quedarse.

¿Era todo esto realizado de manera libre? Desde el momento en que toda decisión del sujeto tenía que ser validada por un superior jerárquico, quedaba afectada la libertad personal. Como dice el texto aludido de un sodálite crítico, «los aspectos más insignificantes de la vida del sodálite quedaban sometidos al juicio del superior, juicio que podía llegar hasta el fondo de la conciencia personal».

De este modo, la única libertad que quedaba es la seguir a pie juntillas la rutina diaria y la de formular deseos e intenciones, pero no la de ejecutar lo que uno realmente quería. Y para aceptar esto como normal, se requiere haber quebrado la voluntad del sujeto, haber modificado sus criterios de pensamiento con el fin de tenerlo siempre “voluntariamente” dispuesto a cumplir órdenes superiores, sin manifestar ningún asomo de crítica en su pensamiento. Esto es lo que algunos especialistas llaman “lavado de cerebro”.

Y esto es lo que no ha querido ver la fiscal Peralta, quien ha creído entender que sólo si encontraba “incapacidad mental” en los denunciantes había sustento para la denuncia. Evidentemente, no la ha encontrado. Pues una persona con el cerebro lavado —o mejor dicho, sujeta a control mental— no pierde sus facultades intelectuales o volitivas, su capacidad para realizar actos jurídicos o para efectuar acciones normales de la vida cotidiana. Más aún, a ojos de las personas que tienen trato con ella, su forma de actuar se asemeja a la de un ser humano normal. Pero no toma decisiones propias en áreas fundamentales, pues gran parte de su capacidad de decisión han sido transferida a los superiores, que deciden por ella. Y una de esas áreas es la libertad ambulatoria, pues a los sodálites de comunidad no les estaba permitido ni siquiera salir de la casa por la puerta si no contaban con permiso del superior.

Se trata de una privación de la libertad, hecha mediante violencia, amenaza y engaño —utilizando los mismos términos de la fiscal Peralta—, pues el cambio de mentalidad para generar una dependencia así hacia los superiores se hacía mediante técnicas introspectivas invasivas que llevaban al quiebre de la propia personalidad y lo volvían a uno dócil para cumplir “voluntariamente” cualquier orden superior, habiendo además amenazas de castigos para quien no obedeciera en este punto —ayunos a pan y agua (o a lechuga y agua), aislamiento, prohibiciones—, y todo era realizado con engaño, pues a los afectados nunca se les informaba de sus derechos, sólo de sus obligaciones, entre las cuales la principal era obedecer sin cuestionar.

Que algunos hayan podido superar con mucho esfuerzo esa barrera y hayan finalmente logrado irse de la comunidad no significa que esa barrera no existiera, así como que el hecho de que alguien logre saltar un muro y escaparse del recinto en que se le mantenía secuestrado, no significa que ese muro no haya existido como impedimento.

¿Diría la fiscal Peralta que si un secuestrado logra fácilmente violar la cerradura de la casa en que se le mantenía encerrado ya no se puede hablar de secuestro, pues la puerta no constituía un verdadero impedimento para que pudiera movilizarse libremente?

“Tres Patines” hubiera argumentado así ante el tremendo juez de la tremenda corte. Con toda probabilidad.

No acaban aquí los tremendos argumentos de la tremenda fiscal. Continuaré con su análisis en la siguiente entrega.


(Columna publicada en Altavoz el 24 de enero de 2017)

No hay comentarios:

Publicar un comentario