Por Martin Scheuch
En esta segunda entrega continúo con el análisis de
los argumentos “trespatinescos” que utiliza la fiscal Peralta para archivar las
denuncias penales contra el Sodalicio.
Dice el fallo que el delito de secuestro como
privación de la libertad personal debe entenderse exclusivamente como privación
arbitraria de la posibilidad de desplazarse de un lugar a otro a voluntad, es
decir, «cuando el sujeto queda privado de su libertad para movilizarse, ya sea
mediante violencia, amenaza o engaño requiriendo necesariamente el dolo o el
conocimiento y voluntad de impedir el ejercicio de su libertad ambulatoria».
Que esto no habría ocurrido se demostraría supuestamente por el hecho de que en
ninguna de las comunidades sodálites hay una «barrera física» —entiéndase muro
o reja— que impida la salida de los que allí viven, además de que los
denunciantes manifestaron por escrito su voluntad de ingresar y salir del
Sodalicio y «existe la presunción iuris tantum que durante toda su vida adulta
han ejercido plenamente sus facultades al no haber sido declarados incapaces».
No puedo creer lo que leen mis ojos. Quien conoce la
historia de Martín Balbuena, sabe que lo primero que tuvo que vencer —como
tantos otros— es el enorme miedo y angustia ante la inminente huida, pues al
tomar esa decisión uno se siente culpable, traidor, fracasado, y sabe que
comunicar esa decisión de manera abierta y sincera a los superiores lo único
que logra es —en el mejor de los casos— postergar la salida en varios meses y
—en el peor— impedirla totalmente.
Salir de comunidad no era nada fácil, pues «años
atrás el retenimiento de los miembros a la organización para que no se
desvincularan era exagerada. Se evitaba a toda costa la salida de cualquier
integrante. En varios casos, a pesar de haber manifestado un deseo honesto de
salida, el sodálite era casi forzado a pasar por procesos indefinidos y
prolongados para evitar aquello que era una mal en sí: la desvinculación de la
comunidad. Se dieron casos dramáticos de personas no idóneas para la vida
consagrada o personas que habían cometido faltas graves que, lógicamente, debían
salir de comunidad y por el contrario se forzó una permanencia que terminaba
siendo traumática y dolorosa. Hay varios casos que atestiguan esta lógica».
Esto es lo que leo en las reflexiones de alguien que, cuando todavía era
sodálite de derecho pleno, formuló en el año 2015 un análisis crítico interno.
Martín Balbuena esperó el día y la hora en que
pudiera salir de la casa sin que nadie advirtiera que no tenía intenciones de
regresar. En Colombia, no tenía adónde ir. Cualquiera pensaría que se dirigió
al aeropuerto a tomar un avión hacia Lima. Nada más lejos de la realidad. Era
uno de los primeros lugares donde buscarían ubicarlo cuando advirtieran su
prolongada ausencia -—como efectivamente lo hicieron—. Con escaso dinero y sólo
lo que tenía puesto, inició un peligroso y aventurero recorrido por tierra —de
varios días—, que lo llevaría en bus desde Colombia hasta la capital del Perú,
pasando por Ecuador.
¿Cómo puede afirmar la fiscal Peralta que la libertad
—ambulatoria, para usar su interpretación— no estaba restringida, cuando
quienes tomaban la decisión de irse definitivamente de la comunidad en un día
determinado tenían que hacerlo subrepticiamente, tomando precauciones para que
nadie se enterara en ese momento, de preferencia a horas imprevistas, cuando
todos estaban durmiendo o ausentes de la casa? No conozco ningún solo caso en
que un sodálite le haya comunicado a sus superiores su decisión de irse y haya
podido realizar esto el mismo día, al día siguiente o a la brevedad posible.
La barrera que había que superar era interior, y eso
no resultaba fácil.
En 1993, yo estuve prácticamente recluido siete meses
en San Bartolo, creyendo firmemente que si me iba contraviniendo la voluntad de
los superiores, me iba a condenar para siempre. Pues ése era el tipo de
pensamiento que se me había implantado en la mente, y que yo estaba obligado a
admitir por obediencia si quería permanecer siendo sodálite. Y que en ese
entonces me generó tal angustia, que durante ese tiempo deseé cada día que me
sobreviniera la muerte.
Uno no podía desplazarse fuera de la casa si no había
de por medio una autorización del superior. Ciertamente, no había ninguna
barrera física que a uno le impidiera salir, pero en caso de hacerlo sin
permiso, uno se exponía a castigos desproporcionados. Asimismo, cualquier viaje
realizado por algún sodálite de comunidad tenía que contar con el permiso del
superior, así como cualquier acto jurídico realizado por la persona. Las
ganancias obtenidas en calidad de sueldo por un trabajo tenían que ser
declaradas, y a uno se le indicaba qué cantidad podía quedarse.
¿Era todo esto realizado de manera libre? Desde el
momento en que toda decisión del sujeto tenía que ser validada por un superior
jerárquico, quedaba afectada la libertad personal. Como dice el texto aludido
de un sodálite crítico, «los aspectos más insignificantes de la vida del
sodálite quedaban sometidos al juicio del superior, juicio que podía llegar
hasta el fondo de la conciencia personal».
De este modo, la única libertad que quedaba es la
seguir a pie juntillas la rutina diaria y la de formular deseos e intenciones,
pero no la de ejecutar lo que uno realmente quería. Y para aceptar esto como
normal, se requiere haber quebrado la voluntad del sujeto, haber modificado sus
criterios de pensamiento con el fin de tenerlo siempre “voluntariamente”
dispuesto a cumplir órdenes superiores, sin manifestar ningún asomo de crítica
en su pensamiento. Esto es lo que algunos especialistas llaman “lavado de cerebro”.
Y esto es lo que no ha querido ver la fiscal Peralta,
quien ha creído entender que sólo si encontraba “incapacidad mental” en los
denunciantes había sustento para la denuncia. Evidentemente, no la ha
encontrado. Pues una persona con el cerebro lavado —o mejor dicho, sujeta a
control mental— no pierde sus facultades intelectuales o volitivas, su
capacidad para realizar actos jurídicos o para efectuar acciones normales de la
vida cotidiana. Más aún, a ojos de las personas que tienen trato con ella, su
forma de actuar se asemeja a la de un ser humano normal. Pero no toma
decisiones propias en áreas fundamentales, pues gran parte de su capacidad de
decisión han sido transferida a los superiores, que deciden por ella. Y una de
esas áreas es la libertad ambulatoria, pues a los sodálites de comunidad no les
estaba permitido ni siquiera salir de la casa por la puerta si no contaban con
permiso del superior.
Se trata de una privación de la libertad, hecha
mediante violencia, amenaza y engaño —utilizando los mismos términos de la
fiscal Peralta—, pues el cambio de mentalidad para generar una dependencia así
hacia los superiores se hacía mediante técnicas introspectivas invasivas que
llevaban al quiebre de la propia personalidad y lo volvían a uno dócil para cumplir
“voluntariamente” cualquier orden superior, habiendo además amenazas de
castigos para quien no obedeciera en este punto —ayunos a pan y agua (o a
lechuga y agua), aislamiento, prohibiciones—, y todo era realizado con engaño,
pues a los afectados nunca se les informaba de sus derechos, sólo de sus
obligaciones, entre las cuales la principal era obedecer sin cuestionar.
Que algunos hayan podido superar con mucho esfuerzo
esa barrera y hayan finalmente logrado irse de la comunidad no significa que
esa barrera no existiera, así como que el hecho de que alguien logre saltar un
muro y escaparse del recinto en que se le mantenía secuestrado, no significa
que ese muro no haya existido como impedimento.
¿Diría la fiscal Peralta que si un secuestrado logra
fácilmente violar la cerradura de la casa en que se le mantenía encerrado ya no
se puede hablar de secuestro, pues la puerta no constituía un verdadero
impedimento para que pudiera movilizarse libremente?
“Tres Patines” hubiera argumentado así ante el tremendo
juez de la tremenda corte. Con toda probabilidad.
No acaban aquí los tremendos argumentos de la
tremenda fiscal. Continuaré con su análisis en la siguiente entrega.
(Columna publicada en Altavoz el 24 de enero de 2017)
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