Unos
días después del acuerdo entre Rusia y Turquía que permitió acabar con la
interminable batalla de Alepo, leí en un célebre semanario francés el
comentario siguiente: « La permanente crisis de Oriente Medio está lejos de
resolverse. Unos piensan que la solución pasa obligatoriamente por Rusia,
mientras otros creen que todo depende de Turquía. Aunque lo que queda claro
ahora es que, de nuevo y definitivamente –por lo menos cabe desearlo-, Rusia
tiene en sus manos los argumentos decisivos para poner punto final a esa
crisis. » ¿Qué tiene de particular este comentario? Pues que se publicó en la
revista parisina L’Illustration… el 10 de septiembre de 1853.
Aunque
globalmente la línea que defendió el candidato republicano durante su campaña
electoral fue calificada de « aislacionista », Donald Trump ha declarado en
repetidas ocasiones que la organización Estado Islámico (ISIS, por sus siglas
en inglés) es el « enemigo principal » de su país y que, por consiguiente, su
primera preocupación será destruirlo militarmente. Para alcanzar ese objetivo,
Trump está dispuesto a establecer una alianza táctica con Rusia, potencia
militarmente presente en la región desde 2015 como aliada principal del
gobierno de Bachar El Asad. Esta decisión de Donald Trump, si se confirma,
representaría un cambio de alianzas espectacular que desconcierta a los propios
aliados tradicionales de Washington. En particular a Francia, por ejemplo, cuyo
gobierno socialista -por extrañas razones de amistad y negocios con Estados
teocráticos ultrareaccionarios como Arabia Saudita y Qatar- ha hecho del
derrocamiento de Bachar El Asad, y por consiguiente de la hostilidad hacia el
presidente ruso Vladimir Putin, el alfa y el omega de su política exterior[i].
Donald
Trump tiene razón: las dos grandes batallas para derrotar definitivamente a los
yihadistas del ISIS –la de Mosul en Irak, y la de Raqqa en Siria- aún están por
ganar. Y van a ser feroces. Una alianza militar con Rusia es, sin duda, una
buena opción. Pero Moscú tiene aliados importantes en esa guerra. El principal
de ellos es Irán que participa directamente en el conflicto sirio con hombres y
armamento. E indirectamente pertrechando a las milicias de voluntarios
libaneses chiitas del Hezbollah.
El
problema para Trump es que también repitió, durante su campaña electoral, que
el pacto con Irán y seis potencias mundiales sobre el programa nuclear iraní,
que entró en vigor el 15 de julio de 2015, y al que se habían opuesto duramente
los republicanos en el Congreso, era “un desastre”, “el peor acuerdo que se ha
negociado”. Y anunció que otra de sus prioridades al llegar a la Casa Banca
sería desmantelar ese pacto que garantiza la puesta bajo control del programa
nuclear iraní durante más de diez años a la vez que levanta la mayoría de las
sanciones económicas impuestas por la ONU contra Teherán.
Romper
ese pacto con Irán no será sencillo, pues se firmó con el resto de los miembros
permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (China, Francia, Reino Unido,
Rusia) y Alemania, a los que Washington tendría que enfrentarse. Pero es que,
además, como se ha dicho, el aporte de Irán en la batalla contra el ISIS, tanto
en Irak como en Siria, resulta fundamental. No es el momento de enemistarse de
nuevo con Teherán. Moscú, que ve con buenos ojos el acercamiento de Washington,
no aceptará que esto se haga a costa de su alianza estratégica con Teherán.
Uno
de los primeros dilemas del presidente Donald Trump consistirá pues en resolver
esa contradicción. No le resultará facil. Entre otras cosas porque su propio
equipo de halcones, que acaba de nombrar, parece poco flexible en lo que
concierne las relaciones con Irán [ii].
Por
ejemplo el general Michael Flynn, su asesor de Seguridad Nacional (lo que Henry
Kissinger fue para Ronald Reagan), está obsesionado con Irán. Sus detractores
le definen como “islamófobo” porque ha publicado opiniones que muchos
consideran abiertamente racistas. Como cuando escribió en su cuenta de Twitter:
“El temor a los musulmanes es perfectamente racional” Flynn participó en las
campañas para desmantelar las redes insurgentes en Afganistán e Irak. Asegura
que la militancia islamista es una « amenaza existencial a escala global ».
Igual que Trump, sostiene que la organización Estado Islámico es la « mayor
amenaza » que enfrenta EE.UU. Cuando fue director de la Agencia de Inteligencia
de la Defensa (AID), de 2012 a 2014, dirigió la investigación sobre el asalto
al consulado estadounidense de Bengasí, en Libia, el 11 de septiembre de 2012,
en el que murieron varios ‘marines’ y el embajador norteamericano Christopher
Stevens. En aquella ocasión, Michael Flynn insistió en que el objetivo de su
agencia, como el de la CIA, era « demostrar el rol de Irán en ese asalto
»[iii]. Aunque jamás haya habido evidencia de que Teherán tuviera cualquier
participación en ese ataque. Curiosamente, a pesar de su hostilidad a Irán,
Michael Flynn está a favor de trabajar de manera más estrecha con Rusia.
Incluso, en 2015, el general viajó a Moscú donde fue fotografiado sentado al
lado de Vladimir Putin en una cena de gala para el canal estatal de televisión,
Russia Today (RT), donde ha aparecido regularmente como analista.
Posteriormente, Flynn admitió que se le pagó por hacer ese viaje y defendió al
canal ruso diciendo que no veía « ninguna diferencia entre RT y el canal
estadounidense CNN».
Otro
anti-iraní convencido es Mike Pompeo, el nuevo director de la CIA, un
ex-militar graduado de la Academia de West Point y miembro del ultraconservador
Tea Party. Tras su formación militar, fue destinado a un lugar de extrema
tensión durante la Guerra Fría: patrulló el ‘Telón de Acero’ hasta la caída del
Muro de Berlín en 1989. En su carrera como político, Mike Pompeo formó parte
del Comité de Inteligencia del Congreso, y se destacó en una investigación que
puso contra las cuerdas a la candidata demócrata Hillary Clinton por su
pretendido papel durante el asalto de Bengasi. Ultraconservador, Pompeo es
hostil al cierre de la base de Guantánamo (Cuba), y ha criticado a los líderes
musulmanes de Estados Unidos. Es un partidario decidido de dar marcha atrás al
tratado nuclear firmado con Irán, al que califica de « Estado promotor del
terrorismo ».
Pero
quizás el más rabioso enemigo de Irán, en el entorno de Donald Trump, es el
general James Mattis, apodado ‘Perro Loco’, que estará a cargo del Pentágono [iv],
o sea ministro de la Defensa. Este general retirado de 66 años, demostró su
liderazgo militar al mando de un batallón de asalto durante la primera guerra
del Golfo en 1991; luego dirigió una fuerza especial en el sur de Afganistán en
2001; después comandó la Primera División de la Infantería de Marina que entró
en Bagdad para derrocar a Sadam Husein en 2003; y, en 2004, lideró la toma de
Faluya en Irak, bastión de la insurgencia suní. Hombre culto y lector de los
clásicos griegos es también apodado el ‘Monje Guerrero’, alusión a que jamás se
casó ni tuvo hijos. James Mattis ha repetido infinitas veces que Irán es la «
principal amenaza » para la estabilidad de Oriente Medio, por encima de
organizaciones terroristas como el ISIS o Al Qaeda: “Considero al ISIS como una
excusa para Irán para continuar causando daño. Irán no es un enemigo del ISIS.
Teherán tiene mucho que ganar con la agitación que crea el ISIS en la región.”
En
materia de geopolítica, como se ve, Donald Trump va a tener que salir pronto de
esa contradicción. En el teatro de operaciones de Oriente Próximo, Washington
no puede estar –a la vez- a favor de Moscú y contra Teherán. Habrá que
clarificar las cosas. Con la esperanza de que se consiga un acuerdo. De lo
contrario, hay que temer la entrada en escena del nuevo amo del Pentágono,
James Mattis ‘Perro Loco’, de quien no debemos olvidar su amenaza más famosa, pronunciada
ante una asamblea de notables bagdadíes durante la invasión de Irak: “Vengo en
paz. No traje artillería. Pero con lágrimas en los ojos, les digo esto: si me
fastidian,¡ os mataré a todos !”
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