Pedro Salinas
Creo que está molesto conmigo. Me refiero al doctor
Juan Armando Lengua Balbi, el abogado defensor de Luis Fernando Figari, quien,
por cierto, se ha posicionado en América Latina como nuestro Marcial Maciel
cholo. Mientras que a Lengua, por patrocinar a Figari, ahora le dicen por la
calle ‘el abogado del Diablo’.
Pero volviendo al fastidio del jurisconsulto. No sé
qué he hecho para enfadarlo, la verdad, porque al final ha conseguido lo que
quería para su cliente: archivar su caso. Y eso ya lo tiene. La fiscal María
del Pilar Peralta Ramírez le ha entregado con un lazo de regalo una resolución
de cincuenta y cuatro páginas, a la que solo le faltó una dedicatoria. Ya ganó,
es decir. Pero igual se ha quedado colérico y enfurruñado.
Hay más perlas, adivinarán. En la radio, con Patricia
del Río, ya había regurgitado algunas cosillas sobre el Caso Figari. Algunas,
no tan ciertas. Como, por ejemplo, que “no hubo agraviados (sexuales) que se
presentaron (a la fiscalía)”. Mintiendo, todo hay que decirlo. Porque sí los
hubo. Concretamente, fueron dos. Uno había sido víctima sexual de un jerarca
del Sodalitium –que no era Figari–. Y el otro, había caído en las garras del
fundador del Sodalicio cuando era un menor de edad.
Más tarde, con Milagros Leiva, a regañadientes
reconoció la presencia de uno de ellos. Pero hizo algo más, el doctor Lengua.
Perpetró una cabronada. Pretendió revelar su identidad y sacarlo del anonimato.
Encima, lo agredió. “Testigo desangelado”, le dijo. Y se cebó comentando cómo
se burló de él, preguntándole en el despacho de la fiscal Peralta si su
presunto abuso sexual se lo comunicó en su momento a sus padres o si tenía
algún documento de la época que acreditase su denuncia.
Porque para Lengua, un menor de edad violentado
sexualmente por un adulto tiene que acreditar y probar su acusación. A través
del reconocimiento de un médico legista o mediante testigos que hayan
presenciado la seducción y violación. Y si les salpica el semen a los testigos,
mejor.
En esta parte de la entrevista, créanme, ya quería
estar sentado delante de Lengua para decirle lo que en ese instante me estaba
saliendo del forro. Y es que hay que ser bien hijodep... para tratar así a una
persona que ha sufrido. Pero claro. Es su manera de enmascarar su falta de
sentido humanitario. Las insinuaciones alacranescas. El desplante de
energúmeno. La majadería. Porque, vamos, nada de esto justifica ser vil. Como
lo fue Lengua.
“No se ha probado absolutamente nada”, repite como un
loro en todos los espacios mediáticos a donde va. Como si fuese un mantra. O un
hipo. Tratando de demostrar que Figari con su fingida expresión de Buda feliz
es una buena persona, cuando a estas alturas ya sabemos que se trata de una de
esas criaturas por las que nadie debe llorar cuando suenen las trompetas del
Juicio Final.
Ah, y la investigación periodística que nos tomó a
Paola Ugaz y a mí cerca de un lustro, es, para él, una novela, una obra de
ficción, que no prueba nada y no vale nada. Y claro. Si me preguntan, a mí
también me gustaría decir eso. Que Mitad monjes, mitad soldados es una novela,
que lo que ahí se cuenta no es real, porque el contenido es demasiado sórdido.
Y terrorífico.
Finalmente señala que el lavado de cerebro no es
secuestro. Y que ninguno de los cinco denunciantes hemos sufrido “ningún daño”,
de acuerdo al “análisis severo” del Instituto de Medicina Legal, esa cosa
estatal ubicada al lado de Polvos Azules, que parece uno de esos sitios en los
que aliñan la ensalada con el sudor del cocinero, donde psicólogas frustradas y
emputecidas por la vida que les tocó vivir, de esas a las que les asoma el
rictus del estreñimiento, revictimizan a la gente que ha sido maltratada.
Como sea. Estoy seguro de que el día que alguien
intente escribir la biografía de Juan Armando Lengua Balbi, embrollador
profesional, se verá obligado a utilizar un quitamanchas.
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