domingo, 22 de enero de 2017

Lengua viperina


Pedro Salinas

Creo que está molesto conmigo. Me refiero al doctor Juan Armando Lengua Balbi, el abogado defensor de Luis Fernando Figari, quien, por cierto, se ha posicionado en América Latina como nuestro Marcial Maciel cholo. Mientras que a Lengua, por patrocinar a Figari, ahora le dicen por la calle ‘el abogado del Diablo’.

Pero volviendo al fastidio del jurisconsulto. No sé qué he hecho para enfadarlo, la verdad, porque al final ha conseguido lo que quería para su cliente: archivar su caso. Y eso ya lo tiene. La fiscal María del Pilar Peralta Ramírez le ha entregado con un lazo de regalo una resolución de cincuenta y cuatro páginas, a la que solo le faltó una dedicatoria. Ya ganó, es decir. Pero igual se ha quedado colérico y enfurruñado.

“¡¿Acaso Salinas es un santón al que hay que creerle?!”, le espetó airado a Milagros Leiva, el otro día, con la respiración sonándole como un responso. “¡Siéntenme frente a Salinas!”, exigió, como quien reclama un duelo o un desafío abierto. Y yo, que gracias a dios pude ver la entrevista completita, puedo decirle al abogado de Figari desde estas líneas: Acá estoy, doctor Lengua. Usted avise nomás. Me dice fecha, lugar y hora, y ahí estaré, puntualísimo, esperándolo con mis guantes Everlast.

Hay más perlas, adivinarán. En la radio, con Patricia del Río, ya había regurgitado algunas cosillas sobre el Caso Figari. Algunas, no tan ciertas. Como, por ejemplo, que “no hubo agraviados (sexuales) que se presentaron (a la fiscalía)”. Mintiendo, todo hay que decirlo. Porque sí los hubo. Concretamente, fueron dos. Uno había sido víctima sexual de un jerarca del Sodalitium –que no era Figari–. Y el otro, había caído en las garras del fundador del Sodalicio cuando era un menor de edad.

Más tarde, con Milagros Leiva, a regañadientes reconoció la presencia de uno de ellos. Pero hizo algo más, el doctor Lengua. Perpetró una cabronada. Pretendió revelar su identidad y sacarlo del anonimato. Encima, lo agredió. “Testigo desangelado”, le dijo. Y se cebó comentando cómo se burló de él, preguntándole en el despacho de la fiscal Peralta si su presunto abuso sexual se lo comunicó en su momento a sus padres o si tenía algún documento de la época que acreditase su denuncia.

Porque para Lengua, un menor de edad violentado sexualmente por un adulto tiene que acreditar y probar su acusación. A través del reconocimiento de un médico legista o mediante testigos que hayan presenciado la seducción y violación. Y si les salpica el semen a los testigos, mejor.

En esta parte de la entrevista, créanme, ya quería estar sentado delante de Lengua para decirle lo que en ese instante me estaba saliendo del forro. Y es que hay que ser bien hijodep... para tratar así a una persona que ha sufrido. Pero claro. Es su manera de enmascarar su falta de sentido humanitario. Las insinuaciones alacranescas. El desplante de energúmeno. La majadería. Porque, vamos, nada de esto justifica ser vil. Como lo fue Lengua.

“No se ha probado absolutamente nada”, repite como un loro en todos los espacios mediáticos a donde va. Como si fuese un mantra. O un hipo. Tratando de demostrar que Figari con su fingida expresión de Buda feliz es una buena persona, cuando a estas alturas ya sabemos que se trata de una de esas criaturas por las que nadie debe llorar cuando suenen las trompetas del Juicio Final.

Ah, y la investigación periodística que nos tomó a Paola Ugaz y a mí cerca de un lustro, es, para él, una novela, una obra de ficción, que no prueba nada y no vale nada. Y claro. Si me preguntan, a mí también me gustaría decir eso. Que Mitad monjes, mitad soldados es una novela, que lo que ahí se cuenta no es real, porque el contenido es demasiado sórdido. Y terrorífico.

Finalmente señala que el lavado de cerebro no es secuestro. Y que ninguno de los cinco denunciantes hemos sufrido “ningún daño”, de acuerdo al “análisis severo” del Instituto de Medicina Legal, esa cosa estatal ubicada al lado de Polvos Azules, que parece uno de esos sitios en los que aliñan la ensalada con el sudor del cocinero, donde psicólogas frustradas y emputecidas por la vida que les tocó vivir, de esas a las que les asoma el rictus del estreñimiento, revictimizan a la gente que ha sido maltratada.


Como sea. Estoy seguro de que el día que alguien intente escribir la biografía de Juan Armando Lengua Balbi, embrollador profesional, se verá obligado a utilizar un quitamanchas.

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