Carlos Macusaya
En Bolivia, en estos más diez años de “gobierno
indígena”, se ha movilizado profusamente el prejuicio racista de que todo lo
que tiene que ver con “indios” es “milenario” o “ancestral”, pues se supone que
correspondería a seres que viven en un mundo aparte y donde estarían por fuera
de la historia. En tal situación tendrían una cultura inmutable, radicalmente
opuesta y ajena a la de los “occidentales”; cultura petrificada “desde tiempos
inmemoriales”. En función de tales ideas se asumió que lo mejor que se debería
hacer era ayudar “humanitariamente” a que esa petrificación continúe,
manteniendo las diferencias culturales “propias de los indígenas”. Este trabajo
“humanitario” (en el fondo racismo encubierto por buenas intenciones) se puso
en marcha en el “proceso de cambio” y así la “descolonización a la
boliviana” fracasó de modo rotundo.
Cierto que estos prejuicios no son creación del
“gobierno indígena”, aunque éste, al igual que varios operadores de ONG’s, ha
sabido sacarle provecho. Además, el funcionamiento de dicho prejuicio no solo
tiene que ver con el “proceso de cambio” y sus partidarios sino también con
muchos de sus opositores, quienes en su desesperación suelen apoyarse en esas
ideas para increpar al gobierno. Pero no se trata solo de una cuestión del
gobierno y sus opositores, pues el problema fundamental no involucra
directamente a estos, sino que tiene que ver con los nuevos actores que de a
poco van emergiendo: la nueva generación de indianistas y kataristas.
Es esta nueva generación la que tiene ante sí una
serie de retos y desafíos a encarar, y para ello debe clarificar su situación.
En esta clarificación deberán consolidar el transito definitivo que va de la
“defensa” ingenua y emocional de una identidad idealizada a la formación de una
organización que no solo perfile posturas defensivas sino que despliegue un
accionar de ofensiva, comprendiendo el contexto en el que le toca actuar. Para
que esto sea posible es ineludible el trabajo de teorización, poniendo en
acción una intensa actividad reflexiva y crítica, tanto sobre los “otros” y
sobre aquello que asumimos como “nuestro” y “sagrado”. Es en esta perspectiva
que quiero plantear algunas observaciones y consideraciones sobre los
prejuicios que implica la apelación a un supuesto carácter “milenario” o
“ancestral” con respecto a todo aquello que se considera como algo propio de
los “indios”.
Se trata de un problema que ha tenido y tiene
consecuencias prácticas, y no solo porque en el “proceso de cambio” haya
funcionado de modo muy efectivo, sino porque para muchos “indígenas” la
creencia en una “ancestralidad” clara y evidente de por sí, solo por tratarse
de “ser indígenas”, ha sido y aun es (des)orientador en su accionar. Cuando
alguien defiende la “cultura indígena” lo hace en nombre de una antigüedad
indeterminada, resaltando ello en la apelación a lo “milenario” y “ancestral”
de su naturaleza. Esta defensa ha pasado a tomar cierta apariencia académica.
Por ejemplo, se han lanzado ideas sobre dos matrices civilizatorias, una
“matriz milenaria” y otra “matriz centenaria”, siendo la segunda propia de los
colonizadores y sus descendientes, mientras la primera correspondería a los
“indígenas”. Una sería más antigua que la otra por su “aparición” en estas
tierras y en esta antigüedad residiría su legitimidad, siendo el objetivo
(ingenuo) que lo más antiguo prevalezca por ser antiguo sobre lo más reciente.
Esta candorosa forma de “entender” o buscar la
legitimidad de una “matriz milenaria” en su antigüedad puede relacionarse, a
modo de ilustración, con un gesto de amabilidad que ya no se ve mucho: que un
joven ceda su asiento a un viejo por ser viejo. Es en el joven en quien recae
la potestad de decidir dar o no el asiento que ocupa al viejo. Es decir que si
el viejo recibe el favor de tomar el asiento que ocupaba el joven es porque
éste último se lo cedió por su buena voluntad. Quienes buscan la legitimidad de
“lo indígena” por su antigüedad, por ser “milenario”, tendrán que esperar que
el “joven” que tiene el poder de decidir, pues se trata acá de relaciones de
poder, ceda su lugar a quien está en una situación desfavorable en tal
relación, y no solo es dudoso que esto suceda sino que de hecho nunca sucederá.
Por lo tanto se trata de una “interpretación académica” que en nombre de lo
“milenario” y “ancestral” inútil e ingenuamente espera la “buena voluntad” de
los portadores de la “matriz centenaria”, los “q’aras”.
Pero además de ser una forma de mendigar “buena
voluntad”, las apelaciones a lo “ancestral” y “milenario” conllevan algo que
tiene relevancia, pues al referirse a una antigüedad indeterminada desplazan la
atención que se debería tener sobre la historicidad de aquello que es
“defendido”, atendiendo más bien la apariencia “ancestral” que tiene la
“cultura indígena” y por lo tanto obviando los fenómenos que le dieron la forma
en la que hoy podemos percibirla. Así se logra dejar de lado la historia que
hace a las expresiones de esos “indígenas”. Se trata de un juego retorcido en
el que el ejercicio histórico es anulado en nombre de lo “ancestral” y esto que
se supone “ancestral” es dejado como algo claro y evidente por ser “ancestral”,
permaneciendo a “salvo” de ser ubicado históricamente.
Un ejemplo de lo dicho, de los muchísimos que hay, es
lo que se expresa en el primer párrafo del preámbulo de la Constitución
boliviana: “Poblamos esta sagrada Madre Tierra con rostros diferentes, y
comprendimos desde entonces la pluralidad de todas las cosas y nuestra
diversidad como seres y culturas”. Se toma a los “indígenas” como seres que de
por sí y desde que poblaron esta tierra forman y comprenden la pluralidad y
diversidad, pues así fueron, así son y así deben permanecer. Es decir que
vivieron fuera de los procesos históricos, manteniéndose tal cual fueron “desde
tiempos inmemoriales”, siendo esto una “cualidad preservable”. Se trata de un
discurso que ha estado muy de moda en los últimos diez años pero que surgió
varias décadas atrás y se posicionó con fuerza después de que el “socialismo
real” cayera, siendo el refugio de muchos “revolucionarios”.
Sí se asume que “desde tiempos inmemoriales” los
seres considerados colonialmente como “indígenas” se han mantenido tal cual,
entonces no tiene sentido ningún esfuerzo por determinar momentos específicos,
configuraciones políticas o desplazamientos poblacionales, por ejemplo. Es más
fácil decir que algo es “ancestral” que definir el cómo y cuando surgió, qué
factores lo condicionaron, qué cambios ha sufrido desde su aparición, etc. Queda claro que la apelación a lo “ancestral”
y “milenario” es una manera muy cómoda de evitar referirse a los procesos
históricos específicos en que emergieron ciertos elementos hoy considerados
“milenarios”. Es una forma de encubrir y/o mantener el desconocimiento que se
tiene de eso que se supone es “ancestral” y que por tanto se cree que “siempre
fue así”.
Se han tomado referencias tan vagas sobre eso que se
supone es “milenario”, y por lo mismo el pasado ha quedado desfigurado y mal
comprendido, que se llegó al punto de creer que todo lo que hoy quisiéramos
existió en ese pasado precolonial. La idea de que antes de la colonización
“todos éramos hermanos, vivíamos en comunidad y en armonía con la naturaleza” y
que incluso “fuimos plurinacionales” responde a que hoy vemos y vivimos confrontaciones,
contradicciones y procesos de individualización que se dan a la vez de que la
explotación de los recursos naturales deja más en claro la fragilidad de la
relación del hombre con la naturaleza. Es decir que nuestra situación presente
es invertida en una proyección que se dirige hacia el pasado, ubicando en ese
pasado lo que hoy creemos nos hace falta, por lo que buscamos “recuperarlo” sin
considerar como es que se ha formado esa idea sobre ese supuesto pasado, pues
todo queda nublado por el efecto cognitivo que conlleva el prejuicio de lo
“ancestral” y “milenario”. En algo se parece esto a esa forma de ver el pasado
de muchos “viejos”: “en mis tiempos las cosas eran mejores”; pero en esta frase
lo que se expresa es que los cambios ocurridos y que diferencian a este tiempo
de esos “tiempos mejores” no son comprendidos.
Cabe cuestionarse no solo en qué tiempo emergieron
esas “cosas” que hoy se consideran “ancestrales” y “milenarias” sino también en
que tiempo emergieron las iniciativas que precedieron y condicionaron su
aparición y qué tipo de relaciones se configuraron en ese entonces, y no solo
en lo local. Por ejemplo: ¿Cómo explicar que en los años 50 los “campesinos”
vivaban a Víctor Paz, mientras que en los 70 empezaron a decir “jallalla Tupaj
Katari”? En este último caso, si no se esclarece el papel del indianismo en su
primer periodo (1960-1971), la “resurrección” de Tupaj Katari y su introducción
en el lenguaje político en los sindicatos campesinos no es entendible y se lo
puede atribuir fácilmente a una imaginada “memoria larga”, misma que se
articula sin problemas a los prejuicios de lo “ancestral”. Solo rastreando las
huellas históricas del indianismo se pude comprender como Tupaj Katari fue
“revivido” como un elemento central en las apelaciones discursivas que
apuntaban a politizar la identidad entre los aymaras, y solo analizando los
cambios que se operaron con el “Estado del 52”, y sus fracasos, se puede
comprender la emergencia del indianismo y del katarismo.
Si queremos tatar el tema con seriedad no se puede
pasar por alto los cambios y limitaciones que conllevó la instauración del
“Estado nacionalista” desde 1952, los cuales formaron el escenario en el que
surgieron los movimientos indianistas y kataristas, movimientos que trabajaron
en el posicionamiento de discursos y de símbolos, de referencias históricas
(“alargando la memoria”) y organizaciones políticas, aspectos en los que la
identidad tenía un lugar preponderante. Solo en este marco se puede comprender
no solo como se “resucito” a Tupaj Katari, sino como se confrontaron, por
ejemplo, símbolos como la Wiphala a la bandera boliviana, ello en función de
demarcar diferencias identitarias a partir de diferencias racializadas en las
relaciones de poder.
Este proceso implicó a la vez la idealización del
pasado y la elaboración de mitos movilizadores dirigidos a interpelar a quienes
habían asumido su condición histórica de “indios” (de seres racializados) como
una condición natural. Se trata de la formación de ideas y símbolos que aun hoy
están muy vigentes, no tanto por su valides, sino por el terreno en el que
funcionan. Mucho de este trabajo fue “cosechado” por varias ONG’s que por medio
de sus operadores se encargaron de vaciarlas de su contenido político,
reduciéndolas a expresiones culturalistas y articulándolas a otro tipo de
movimientos, como al ecologismo surgido en “occidente”. Este proceder está
íntimamente ligado al papel político que estas instituciones fueron juagando,
papel determinante en definir no solo quién y que es “indígena”, sino en
definir qué es lo que quieren esos seres llamados “indígenas”.
La misma alusión y defensa de la pluralidad y la
diversidad que se hace en el texto citado de la Constitución, como aspectos
propios de los “indígenas”, no se puede entender sin tomar en cuenta el papel
de las políticas de la diferencia y de las ONG’s desde los años 80, años en que
el llamado neoliberalismo se imponía no solo como una política que daba vía
libre a la circulación de una multiplicidad de mercancías, sino como una forma
de dar “vía libre” a una multiplicidad de identidades cuya defensa e invención
eran comercializables y rentables para quienes “vivían bien” (y aun lo hacen)
hablando (fabulando) sobre la “ancestral cultura indígena”. Por tanto, esa
preocupación por la diferencia y la pluralidad nacen en un contexto y no son
“ancestrales”, menos se la allá en la década de los 60, por ejemplo, en el
documento de fundación del primer partido indianista, el Partido Agrario
Nacional (PAN).
A estas alturas, lo que parece resquebrajarse con
estos cuestionamientos es aquello que muchos han asumido como lo que da sentido
a su identidad, colocándolos en algo así como una situación de vértigo, en la
que el terreno sobre el cual se levantaron una serie de ideas, apuestas, organizaciones,
etc., se desvanece. Así, el yo queda aparentemente en medio de la nada, en
medio de una crisis y angustiado porque aquello a lo que se aferraba
apasionadamente se deshace de modo irremediable. El problema del sí mismo, del
yo, entra en juego en esta situación y se manifiesta como crisis de identidad,
crisis que debe ser atendida para pasar a otro nivel en nuestra lucha,
asimilando como “momentos contradictorios pero necesario a la vez” tanto la
defensa sentimental y ciega de una identidad así como el paso a cuestionarla
cuestionándonos a la vez nosotros mismos.
El confrontar estas “cosas” supuestamente ancestrales
y milenarias implica necesariamente clarificar históricamente aquello que se
considera propio y que nos constituiría. Esto va contra los prejuicios que
funcionan en un tipo específico de relaciones sociales en las que los sujetos
racializados como “indios” son considerados seres inmutables, ajenos a la
historia, mientras que los otros son quienes personificarían los cambios y
serían los portadores elegidos del devenir de la historia. Los unos, los
“indios”, vivirían repitiendo como disco rayado una forma de vida desde quien
sabe cuándo, mientras los otros vivirían de modo opuesto.
Cómo uno es definido y pensado y como uno se define y
se piensa a sí mismo es fundamental en esta situación, más aun cuando quienes
son racializados como “indios” se piensan de un modo inmediato como han sido
pensados por los “otros” y en este pensarse a sí mismos asumen las categorías
racializantes como referencias identitarias. No podía ser de otro modo pues se
parte de una situación que no es clara ni evidente de por sí, sino que su
clarificación conlleva de inicio el uso de esas categorías racializantes que
están cargadas de esos prejuicios de lo “ancestral” y cosas por el estilo. De
tal forma que el asumir la identidad “indígena” (“originaria” o “india”)
funciona en muchos casos como momento de indignación y de denuncia de los
procesos de racialización pero sin salir de las categorizaciones racializantes.
Por lo mismo no es de extrañar que haya quienes sientan repulsión y miedo ante
el trabajo de desvanecer lo “milenario” y consideren esto un ataque a la
identidad que dicen defender, pues al haberse quedado apenas en el inicio de la
clarificación de su condición histórica, y por tanto no han clarificado aun el
asunto, solo tienen como punto de apoyo lo establecido como “indio”, aunque sea
tomado, por inversión valorativa, ya no como algo negativo, sino como algo
original, una particularidad en el mundo de la que habría que enorgullecerse.
En este enorgullecimiento los sentimientos de
autosuficiencia entrampan a uno en el juego de cerrarse en sí mismo, rechazado
todo aquello que se considera ajeno y distinto de lo que es asumido como
propio; delimitando idealmente una imaginada disposición socio-natural en la
que “lo que pasa en el mundo occidental no le pasa a mi cultura”. La mismidad
de quien esta enredado en juego es tenida como algo inmaculado a diferencia de
lo otro. Así, el simple sentimiento de seguridad sustituye tontamente la
necesidad del conocimiento sistemático y certero, girando todo en función de
autocomplacerse. A partir de esta situación se ha criticado acida y
apasionadamente lo “foráneo” y a todo aquello que devela nuestros propios
“desatinos” y contradicciones, por tanto este procedimiento “crítico” no afecta
a quien critica y esta limitación “autoimpuesta” es la debilidad, a la vez que
limite, de dicha crítica. Perdido en el dominio caótico de lo inmediato, este
ejercicio crítico no ha sido más que sentimentalismo que rechaza ciegamente
todo lo que hiere y con apasionamiento busca solo aquello que gratifica. Pero
de lo que se trata no es de expresar lo que sentimos respecto a tal o cual
problema sino de que superando la pura emocionalidad, más allá de lo hiriente o
gratificante que esto entraña, se avance hacia el entendimiento frío del asunto
(entre “la pasión razonada y la razón apasionada”).
La necesidad de hacerse un cuestionamiento radical
incluso dirigido hacia quien cuestiona, es decir hacia uno mismo, es una
condición para avanzar. Quien se cuestiona sobre su ser es quien ha sido
racializado como “indio” y esta situación es una ubicación especifica que
funciona muy a pesar de que el sujeto racializado tenga o no plena conciencia
de ello. Cierto que se ha hecho algo con la conciencia de quienes han sido
racializados como “indios” e ineludiblemente tenemos que partir de eso ya hecho
para hacer algo con ello. Al cuestionarse la identidad no partimos de nada,
pero si partimos es para no quedarnos ahí y el esclarecimiento de la identidad
es una trampa si se la toma desvinculada de otros factores, e incluso se llega
a creer que todo se trata de “recuperar” algo que creemos tuvimos. El explicar
los procesos en los que estamos involucrados no es posible si queremos hacerlo
a partir de fundar dicha explicación en lo que no hay, en lo que falta o en lo
que habría que recuperar, si no que tal explicación debe hacerse necesariamente
por lo que hay en eso que llamamos muestra realidad, por las relaciones
sociales que nos configuran.
Ciertamente que nuestras preocupaciones e
inclinaciones por buscar alguna particularidad que nos permita diferenciarnos
de los otros, asentando en ello nuestra mismidad y nuestra pasión por lo
propio, es un fenómeno muy recurrente pero tiene que quedar claro que puede ser
tramposo si no se va más allá, pues podemos quedar enredados en los aspectos
particulares, esforzándonos por delimitar esa particularidad en sí misma de tal
forma que aislada de otros elementos se hace incompresible. Ir más allá de lo
inmediato de esa particularidad, comprendiendo como las relaciones que le dan
forma como fenómeno y, además, que condicionan esa forma inmediata de
aparición, son problemas que pueden resolverse encarando el trabajo teórico sobre
eso que asumimos como propio o “milenario”.
Hace falta teorizar sobre todos estos procesos y
relaciones que condicionan y constituyen el yo y lo propio, rebasando la
experiencia inmediata y sus limitaciones. Se trata de que todos esos procesos y
experiencias, que se nos muestran caóticamente, dejen de ser solo apuntes
sueltos sin vinculación y sean objeto de teorización. No se trata de un simple
ejercicio de “pura teoría” o de satisfacer algunos requisitos académicos para
validar algún trabajo aislado, sino de dar contenido y forma a un movimiento de
ideas que se nutran y surjan de las experiencias de lucha, de los problemas y
contradicciones, de los avances y fracasos. Estos procesos deben ser la
sustancia a partir de la cual puede y debe emerger un proceso de generalización
teórica que permita que esas experiencias de lucha, con su contradicciones, y
que han pasado a ser teorizados (incluido el “proceso de cambio”), se
conviertan en ese estado, como teoría, en una condición que nos permita llegar
a otro nivel en nuestra lucha.
Si no asumimos esos procesos como “cosas” que deben
ser esclarecidas por medio de la reflexión teórica será muy dificultoso el que
superemos una situación específica en el accionar político: buscar recuperar
una identidad milenaria ilusoria y un mundo ancestral imaginado que nunca
existió, ocultándonos de, y ocultando, nuestros problemas y debilidades. Sin
embargo, la fuerza de los hechos se impone y de a poco nos vemos obligados a
reconsiderar aquello que era asumido ciegamente como “ancestral”; muchos
simplemente se desilusionan y se alejan de lo que se va desplomando, pero otros
empiezan a asumir que en todo esto debe forjarse una explicación coherente y
que articule los distintos fenómenos y sus relaciones. Si por buen tiempo se
atacaba a la teoría por ser “racionalismo occidental” y se privilegió los
sentimientos, muchas veces de culpabilidad o de víctima, hoy la necesidad de
teorización obliga no solo a pensar lo que mueve esos sentimientos sino
fundamentalmente las posibilidades de lucha que tenemos.
Cierto que si se desvincula el sentido práctico que
tiene la teoría en la lucha podemos caer fácilmente en los juegos del
pachamamismo, como ha sucedido. La relación entre aquello que es objeto de
teorización y sus resultados como forma de conocimiento teórico deben ser
necesariamente articulados en otro nivel de lucha, donde la idealización del
pasado o las expresiones simplemente simbólicas son comprendidas en sus
condiciones de formación y en su funcionamiento. Entonces se trata de dar con
el sentido concreto de esas experiencias y procesos, y con ello se desvanece la
apariencia de “ancestralidad” que ha estado nublando el pensamiento de muchos.
Se trata de entender los fenómenos de autonegación en las poblaciones
racializadas y como al tomar conciencia de su situación pasan por la
idealización. Así podemos llegar a explicarnos cómo es que las expresiones más
racistas contra los “indios” son proferidas por gente que por su origen y rasgos físicos pueden ser considerados
“indios”, podemos explicar cómo del desprecio de los propio y la negación del
sí mismo se pasa a idealizar aquello que se negaba como una el modo en que
germinalmente la conciencia política va emergiendo. Y los más importante, el
reflexionar sobre estos procesos nos permitirá mapear nuestro recorrido
histórico, ubicar momentos específicos de distinta naturaleza pero que hacen
parte de ese recorrido, y todo ello en función entender que lo que hoy vivimos
no es descifrable sin analizar los hechos que presidieron y configuraron este
hoy.
En general, los distintos fenómenos aludidos expresan
condiciones de vida históricamente determinadas y que deben ser clarificados
para tener mayor efectividad en las acciones políticas, pues éste accionar se pone en juego en un contexto en
el que las relaciones de los distintos actores es determínate para
identificarse e identificar a los otros, lo que implica una noción mínima de la
diferencia entre esos actores. En el despliegue de éste accionar el
conocimiento certero de sí mismo es fundamental y puede lograse solo a
condición de que se entienda ese sí mismo como algo en el que se entrecruzan
varias relaciones con los otros, a quienes diferenciamos a partir de nuestro
posicionamiento en relación a ellos. Las ideas que apuntan a una supuesta
naturaleza ancestral propia de los “indígenas” bloquean la comprensión de estas
relaciones, llegando incluso a creer que la mismidad nuestra sea asumida como
algo al margen de dichas relaciones, como algo predeterminado, como si
respondiera a un orden de pre-social y natural, por lo que los procesos
concretos y específicos son simplemente evacuados por ser incómodos, “sucios” y
desperdicios inútiles.
En este trabajo de teorización se irá pasando de las
ideas vagas y generales, por ejemplo, sobre la dominación colonial. No solo se
identificará aquello que es general en el proceso que se ha dado desde la
colonización hasta el presente, si no que se establecerán las diferencias que
se han ido danto tanto en el tiempo como en el espacio en ese tipo de dominación.
Las ideas generales, vacías de ese contenido que emerge del análisis
escrupuloso, no explican nada y se vuelven en frases huecas. Se debe hacer
comprensible el problema determinando aquellos elementos que no son generales y
que se presentan solo en determinados momentos dándole especificidad y
diferenciándolo de otros momentos. La formación de grupos; sus relaciones en el
orden de la producción y las jerarquías de mando; los cambios que se han ido
dando a lo largo del tiempo en cuanto a la gestión y propiedad de la tierra;
los movimientos poblacionales y la ocupación de nuevos espacios; los cambios en
las relaciones sociales en cuanto a los tipos de vínculos con la economía
mundial; qué tipo de relaciones sociales se están generalizando, etc.; son
aspectos que deben ser trabajados para una mejor compresión de nuestra
situación.
Nuestros problemas se desarrollan en un terreno en el
que debemos desenvolvernos y por lo mismo no podemos negar la existencia de ese
terreno ni pretender que estamos al margen de él, menos aún en nombre de una
“ancestralidad” que no explica nada pero que tratada con seriedad puede ser
explicada. La realidad es un conglomerado de hechos que de modo inmediato
pueden parecer caóticos y de esta forma se impone el problema elemental de
determinar cuáles de esos hechos son relevantes. Si nos alejamos de los
procesos que han dado forma a lo que hoy es nuestra realidad, alejamiento que
se ha dado en nombre de lo “milenario”, dejaremos las experiencias que, luego
de un trabajo de reflexión serio y sistemático, nos permitirán determinar
aquello que es relevante para dar forma a un cuerpo teórico que sea un
dispositivo para futuras acciones de lucha.
Nuestra situación actual debe ser clarificada y
comprendida por la nueva generación de indianistas y kataristas, y para ello
deberán ir a contra corriente de toda esa moda que, a pesar de la “buena
voluntad” de sus partidarios, ha nublado el pensamiento movilizando prejuicios
“ancestrales”. Se trata de ir más allá de aquello que puede ser objeto de
denuncia o de “homenaje” y pasar a hacerlo objeto de nuestra reflexión, cuyos
resultados puedan ser elementos de fundamentales para el accionar político. La
crítica debe extenderse a eso que consideramos propio, ubicándolo
históricamente, buscando no una esencia inmutable e inalterada a pesar de los
procesos económicos y políticos a lo largo de la historia (como si fuera una
pieza de museo que debe recibir mantenimiento), sino apuntando a identificar la
capacidad que los sujetos racializados tienen para rehacerse a sí mismos en
determinadas condiciones, reinterpretando y resinificando su cultura,
expresando en ello la capacidad que tienen de aprender de sus experiencias con
los “otros”, posicionándose en distintos espacios.
Nota: el presente artículo fue publicado
originalmente en el periódico Pukara nº 120.
Es necesario abrir el debate.
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