La
obra de John Berger, que murió la semana pasada a los 90 años, representa un
desafío. ¿Cómo describir a un autor, cuya bibliografía contiene 10 “novelas”, 4
“obras teatrales”, tres colecciones de “poesía” y 33 libros categorizados como
“otros”? La entrevista que se reproduce a continuación la realizó el freelance
radicado en Berlín Philip Maugan para la revista británica New Statesman –la
primera en que trabajó Berger como crítico de arte profesional— cuando acababa
de cumplir 88 años.
En
1967, mientras trabajaba con el fotógrafo suizo Jean Mohr en Un hombre
afortunado, libro sobre un médico rural que prestaba sus servicios en una
comunidad pobre en el Bosque de Dean, Gloucestershire, John Berger comenzó a
reconsiderar el papel que debería jugar como escritor. “Hace más que tratar [a
sus pacientes] cuando están enfermos”, escribió de John Sassall, un hombre,
cuya cercanía al sufrimiento y a la pobreza llegó a afectarlo profundamente
(terminó suicidándose). A ojos de Berger, el médico rural asume una función
democrática que él describe en términos conscientemente literarios. “Es el
testimonio objetivo de sus vidas”, dice. “El registrador de sus recuerdos”.
Los
siguientes cinco años supusieron una transición en la vida de Berger. Hacia
1972, cuando las pioneras series de arte Modos de ver se emitieron por la
television de la BBC, Berger llevaba ya viviendo en el Continente cerca de una
década. Ganó el Booker Prize por su novela G. ese mismo año, anunciando a una
estupefacta audiencia en la gala de etiqueta celebrada en Londres que dividiría
el dinero de su premio entre el Partido de las Panteras Negras (denunció los
vínculos históricos de Booker McConnell con las plantaciones y el trabajo en
régimen de servidumbre en el Caribe) y la financiación de su próximo proyecto
con Mohr, Un séptimo hombre, registro de las experiencias de los trabajadores
migrantes [portugueses, turcos, españoles] por Europa.
Ese
es el momento en que, para algunos en Inglaterra, Berger se convirtió en una
figura más distante. Pasó de Suiza a una remota aldea en los Alpes franceses
dos años después. “Piensa y siente lo que la comunidad incoherentemente sabe”,
escribió Berger de Sassall, el “hombre afortunado”. Después del tiempo empleado
en escribir Un séptimo hombre, esas palabras podían aplicarse ya al mismo
escritor. Fue Berger quien se convirtió en un “registrador” que coleccionaba
historias de los sin voz y de los desposeídos –campesinos, migrantes, animales
incluso—, un papel autonulificatorio que seguiría desempeñando en los próximos
43 años.
La
vida y la obra de John Berger representan un desafío. ¿Cómo describir el
producto de un escritor, cuya bibliografía contiene, según Wikipedia, 10
“novelas”, 4 “obras teatrales”, 3 colecciones de “poesía” y 33 libros
categorizados como “otros”?
“Una
suerte de autobiografía vicaria y una historia de nuestra época reflejada a
través del prisma del arte”: así introducía el escritor Geoff Dyer una
selección de escritos de no-ficción, aunque la categoría no le cuadra mucho.
“Separar hecho e imaginación, acontecimiento y sentimiento, protagonista y
narrador, es quedarse en tierra seca y no echarse jamás a la mar”, escribió
Berger en 1991 en una especie de manifiesto inspirado por el Ulysses de James
Joyce, libro que leyó por vez primera en francés a la edad de 14 años.
La
influencia de Berger en los mundos literario y artístico es un poco más fácil
de medir. “Es la estrella polar de la experiencia literaria contemporánea”, me
dijo el novelista irlandés Colum McCann. “No puedo imaginar mis estanterías sin
él. Los otros escritores se derrumbarían”. Susan Sontag lo describió como “sin
par” por su capacidad para fundir “la atención al mundo sensual” con “los
imperativos de la conciencia”, aunque el propio Berger prefiere ser descrito,
simplemente, como un “contador de historias”. El comentario social y político,
la respuesta subjetiva y la teoría estética son los elementos básicos de mucho
de lo que escribe, pero comienza por ver.
Cuando
llego, empapado, para encontrarme con Berger en su casa de París una sombría
mañana, me mira preocupado. “¡Estás helado!”, dice, y me urge a tomar asiento
junto al radiador mientras desaparece para prepararme un café en la cocina.
***
Nacido
en Hackney, Londres, en 1926, John Berger fue enviado a un internado a la edad
de seis años. Estaba lejos de sus padres diez meses al año, una experiencia que
ha descrito como “monstruosa”. “Aquella escuela en el If de Lindsay Anderson…
era la Costa Azul comparada con ese lugar”, contó a Sean O’Hagan en 2005 para
el Guardian.
“De
algún modo, me hallaba solo en el mundo”, dice mientras tomamos asiento en la
mesa del comedor. “No lo digo con mucho patetismo. Lo tomo simplemente como un
hecho de la vida. Pero hallarse así significa que escuchas a los otros, porque
buscas puntos de referencia para orientarte, y a diferencia de lo que el grueso
de la gente cree, contar historias no empieza inventando, sino escuchando”.
Berger
abandonó la St. Edward’s School en Oxford cuando tenía 16 años. Rechazó un
puesto de oficial en la Infantería Ligera de Oxfordshire y Buckinghamshire,
tras lo cual fue destinado a Ballykelly, en Irlanda del Norte. En 1946 se
matriculó en la Chelsea School of Art bajo la tutoría de Henry Moore, sobre el
que volvería menos de una década después refiriéndose a la obra del escultor
–en una reseña publicada en el New Statesman— como un “bodrio carente de
sentido”. A pesar de que rechaza el titulo de “crítico de arte” porque “da a
entender a alguien que decide cuántos puntos sobre 20 dar”, empezó escribiendo
regularmente para el NS y otras publicaciones a comienzos de los 50.
“No
fue fácil”, recuerda. “Cada lunes a las 11 de la mañana, subía escaleras arriba
hasta la oficina con mis páginas y luchaba para que se publicase lo que traía”.
La pieza sobre Mooore, por ejemplo, provocó la cólera de los lectores del NS.
(Stephen Spender escribió al director que la obra de Berger era como “un cuerno
de rana en una rana”, a lo que Berger replicó como se debía: “Asumiendo que un
poeta elige sus imágenes cuidadosamente, debo agradecerle a usted el cumplido.
Porque, ¿qué podría resultarle a una rana de mayor provecho?”) El mundo del
arte estaba gobernado por connoisseurs, coleccionistas y “expertos”, esa
patulea a la que años más tarde denunciaría Berger en sus Modos de ver como
presa de “la nostalgia de una clase dominante en declive”.
“No
estaba tan mal”, dice de su primer empleo como escritor regular en las páginas
del NS. “Había café”. El entonces director de la revista, Kingsley Martin,
resulta “difícil de describir, porque ya no hay hombres como él hoy en día: muy
abierto, alto, rostro fatigado, a su modo un militante y un puritano. Yo lo
respetaba mucho ya antes de empezar a escribir para la revista”.
Un
día, Martin llamó a Berger a su despacho. “Dijo: ‘mira John, he decidido que
quiero aprender a dibujar. Me estoy jubilando. ¿Conoces a alguien que pudiera
ayudarme?’ Y yo dije: ‘Sí, déjeme intentarlo. Creo que yo puedo’. De modo que
cada diez días más o menos yo visitaba a Kingsley en su apartamento, situado
fuera del Strand, para animarle y darle estímulos. Eso cambió apreciablemente
mi posición en la revista, porque cuando yo aparecía con un nuevo articulito y
había oposición –llevando yo las de perder—, siempre podía decir: ‘¿Puedo ir a
visitar a Kingsley, a ver qué piensa?’ No siempre me apoyaba, pero las más
veces sí; y mi vida se hizo más fácil”.
Berger
pasó sus días en Londres entre refugiados políticos, marxistas europeos como el
historiador de arte húngaro Frederick Antal y el pintor de origen francés Peter
de Francia, que había huido de los nazis en Bélgica. “La jerarquía de las
autoridades británicas no les impresionaba, porque se las habían visto con
cosas harto más duras y las habían combatido”, dice Berger. “Creo que lo que
aprendí de ellos no es exactamente confianza, sino una suerte de indiferencia,
la negativa a dejarte intimidar”.
En
1962, tras cuatro años en el Gloucestershire rural (en donde conoció y trabó
amistad con John Sassall), Berger se trasladó a Ginebra, en donde el cineasta
suizo Alain Tanner le presentó a Jean Mohr. Berger quería aprender fotografía,
y Mohr se ofreció a enseñarle. “Perdí rápidamente interés”, recuerda. “Me di
cuenta de que cuando tomas una fotografía, dejas de mirar lo que acabas de
fotografiar. Yo estaba más interesado en mirar. Creo que me deshice de mi
cámara”.
Berger,
que acaba de cumplir 88, viste un polar marinero y unos pantalones de pana,
alborotado su blanco pelo alisado. Se concentra atentamente en nuestra
conversación. Demasiado atentamente, tal vez: se dejó encendido el gas.
“Oh,
merde! Oh, no!” exclama, y vuelve a toda prisa a la cocina.
“Recuerdo
que, más o menos cuando yo tenía 30, era un pintor”, dice, mientras limpia con
agua y jabón la renegrida base de la pava. “Pasaba mis días en un cuartucho al
que llamaba estudio, dibujando y pintando. Ya no pinto más, pero dibujo con
frecuencia… Yo vivo muchísimo por mis ojos. Lo visible es simplemente una parte
muy importante de mi experiencia de estar en este mundo”.
En
1974 se mudó a la aldea francesa de Quincy, sita en los Alpes y con una clara
vista del Mont Blanc, a vivir y a trabajar entre trabajadores agrícolas –o
“campesinos”, como Berger prefiere llamarlos, un término de que se sirve sin un
adarme de condescendencia urbana—. Permaneció en Quincy con su hijo Yves y su
esposa norteamericana Beverly Bancroft (fallecida en 2013) durante más de 40
años.
Hoy
Berger sigue dibujando, dando conferencias y escribiendo lo que él llama
“notas”. Sorprendentemente, no tiene una biografía. Los hechos son difíciles de
fijar: algo que puede no ser incidental. “Si alguien me pidiera escribirla, yo
le diría: ‘no puedo impedírselo, pero sepa no colaboraré”. Le pregunto por qué.
“Yo estoy totalmente a favor de la difusión de lo que he escrito”, dice Berger,
“pero mi propia historia no me interesa”. Pausa. “Hay riesgo de egocentrismo. Y
para los contadores de historias, el egocentrismo resulta aburrido”.
***
La
casa en que nos reunimos, situada en un suburbio de la periferia, pertenece a
Nella Bielski: una escritora y actriz nacida en la Unión Soviética y vieja
amiga de Berger. “¿Cuánto tiempo lleva usted en París?” le pregunto a ella
frente a una bandeja rebosante de anguila ahumada, huevos a la diabla y
ensalada de canónigos. “Cincuenta años”, me dice. “Y cuanto más tiempo llevo,
más rusa me siento”.
Cuando
hierve el agua para una segunda taza de café, Berger despliega una serie de
ilustraciones que han llegado con el correo de la mañana (junto con su
periódico diario, el comunista L’Humanité). “Son de un amigo mío, un
caricaturista de origen turco llamado Selçuk Demirel”, explica mientras hojea
los dibujos, respuestas a la masacre de Charlie Hebdo. “Quiere que les ponga
texto”.
Tenía
que haber coincidido con Berger a finales del año pasado en el lanzamiento de
sus Collected Poems, publicados por la
casa editorial Smokestack Books, radicada en Teesside, pero tuvo que cancelarse
el acto a causa de unos dolores de espalda. “A mi edad, eso no es nada”, dice.
“No irán a peor. A veces, van a mejor. Me he hecho a ellos”. Cuando le recuerdo
nuestra cita fallida en Middelsbrough, una villa otrora conocida por su producción
de acero, me cuenta una historia
“Cuando
yo estaba, ¡oh!, en mis veintes, me dieron permiso para pintar en una fundición
en Croydon que hacía campanas para iglesias. Fue una experiencia increíble”,
dice. “En una fundición como esa, a causa del factor de riesgo, la complicidad
entre los trabajadores resulta asombrosa de ver”. Le pregunto cómo reaccionaban
ante el muchachito haraganeando en la esquina con su caballete. “Muy bien. Iba
cada día coincidiendo con las horas de sus turnos. Ellos estaban trabajando y
yo también”.
Entre
las muchas pinturas que cuelgan de la pared, hay una pequeña acuarela
representando a acróbatas callejeros en Livorno, Italia. “Así es más o menos
cómo pintaba yo entonces”, dice. La imagen es dinámica: realista y un poco
romántica, pero no naturalista. Junto a trabajadores del acero y artistas
callejeros, el artista Berger pintó a soldadores, albañiles y pescadores. Aun
cuando su enfoque técnico difiere, la elección de objeto sugiere la influencia
de Caravaggio (“el primer pintor de la vida tal y como la experimenta el
popolaccio, el pueblo de las callejuelas”), de Picasso y de Fernand Léger.
Berger considera a Léger el pintor del “las ciudades, la maquinaria y los
trabajadores en marcha”, el creador de “un nuevo tipo de belleza”: un arte que
mira hacia delante, en “simbólico contraste con la hipocresía y corrupción del
mundo burgués, cuya autocomplacencia e inane confianza se hundieron en la
guerra de 1914”
Un
interés por “bajas profundidades, por el submundo”, llevó a Berger a visitar
una serie de mataderos en Londres, París y Estambul en los 70. “No escribí
directamente sobre ellos”, dice. “Sólo lo necesitaba como parte de mi
experiencia del mundo. Me resultó muy interesante que el matadero de Estambul
fuera el menos implacable de todos. De alguna manera, la idea del sacrificio
pervivía todavía en los procedimientos”.
Difícil
resultaría imaginarse a Kenneth Clark, el aficionado a las americanas de tweed cuya
serie para la televisión pública, Civilisation, proporcionó a Berger el
estímulo para hacer sus Modos de ver, metido en una investigación clandestina
entre ríos de sangre de un matadero. “Clark era un buen hombre a su modo”, dice
Berger. “Lo conocí y nos llevamos bastante bien. Pero él era el representante
por antonomasia del connoisseur que explica al populacho “esto es como es”.
Modos de ver fue una colaboración. Queríamos que la gente hiciera preguntas.
Fue lo opuesto a la torre de marfil”.
La serie
de cuatro programas de 30 minutos y el libro que la siguió fueron un intento de
desmitificar la historia del arte y desvelar los prejuicios que
inconscientemente imponemos a la acción de mirar. No ha dejado de ser desde
entonces una base de la educación artística en la escuela británica.
Berger
sostenía que una obsesión crítica con la forma y la técnica sacaba a las
pinturas del “plano de la experiencia vivida”. La tecnología –reproducción
mecánica— creaba un “lenguaje visual” a partir de imágenes antes confinadas a
iglesias y galerías y, con ello, nuevas posibilidades tanto para el control
como para la liberación. (En la última página del libro, siguiendo a una
impresión de Sobre el umbral de la libertad, de Magritte –una pintura de un
canon representando varias telas e imágenes— figuran estas palabras: “Lo
continuará el lector…”.)
Incluso
en la época de Tumbir, Pinterest y Google Images –por no hablar de los objetos
interminablemente reproducidos con licencia de artistas como Jeff Koons y Damien
Hirst—, el libro sigue siendo relevante.
“Los
adultos y los niños a veces tienen tableros en sus dormitorios o en sus cuartos
de estar en los que colocan piezas de papel: cartas, fotos, reproducciones de
pinturas, recortes de periódico, dibujos originales, postales”, escribió Berger
en Modos de ver. “Lógicamente, esos tableros deberían sustituir a los museos”.
“¡Pues
eso fue mucho antes de lo digital!”, dice ahora riéndose. (Aunque Berger usa
correo electrónico sólo ocasionalmente y prefiere hablar por teléfono o enviar
cartas, he observado que había usado recientemente un mensaje de texto por
iPhone: “Te espero. Risas & los mejores deseos, John”.) Sostiene que el
Internet, como el lenguaje de imágenes, “posee la misma dualidad de posibilidades
encontradas: instrumentos de control por las fuerzas que gobiernan el mundo –es
decir, el capitalismo financiero y lo que yo llamo el ‘fascismo económico’—,
pero también de democracia, de asociación directa de unos con otros,
respondiendo de un modo espontáneo pero colectivo”.
***
A medio camino ya de la tarde, salimos para
hacer unos recados. Todavía llueve. “Después de 30 0 40 años, todavía tengo un
acento inglés muy fuerte”, dice Berger, mientras la cajera envuelve dos
botellas de vino blanco en la épicerie. “Me pasa lo mismo cuando voy a Londres,
que no es muy a menudo. Estoy en un pub y alguien terminará preguntándome: ‘¿De
dónde es usted? Habla un inglés estupendo’”.
Regreso
con las provisiones y me siento con Bielski, que está mirando una película de
Rossellini y cortando verduras, mientras Berger atiende a una clase de
fisioterapia, por sus dolores de espalda, en un centro municipal local.
Leer
a John Berger en 2015 puede resultar desconcertante, no sólo estilísticamente
–tiende a escribir frases cargadas, construyendo una imagen o idea al modo en
que un dibujante va añadiendo líneas a un esbozo—, sino en relación con lo que
esperamos encontrar. La ficción contemporánea –piénsese en Åsne Seierstad y su
Bookseller of Kabul o en John Boyne y su Boy in the Striped Pyjamas– sugiere
que la empatía y la imaginación pueden ayudar al lector a entender la privación
y la injusticia. La perspectiva de Berger es más materialista. Insiste en la
acción.
Luego
de Un hombre afortunado y de su triunfo de 1972 con el premio Booker, el foco
de Berger comenzó a desplazarse de los trabajadores industriales, Léger y
Picasso, hacia los campesinos rurales, Van Gogh y Miller: pintores más
tempranos, cuyo trabajo, sostiene Berger, habla al presente.” A diferencia de
William Morris y otros románticos medievalizantes” –escribió Berger sobre
Millet en 1975—, “él no sentimentalizaba la aldea… [Sintió] que la pobreza del
campo sería reproducida bajo una forma distinta en la pobreza de la ciudad y
sus suburbios, y que el mercado creado por la industrialización y al que estaba
siendo sacrificado el campesinado podría llegar algún día a entrañar la pérdida
de todo sentido de la historia”.
De
modo que el arte tiene una función histórica “enteramente opuesta al arte por
el arte”. Restaura a la memoria lo que ha sido o está siendo eliminado.
“Durante la segunda mitad del siglo XX, el juicio histórico fue abandonado por
todos, salvo los subprivilegiados y los desposeídos”, escribió en un ensayo de
1978 sobre la fotografía. El punto focal, el ancla, para Berger era la aldea.
En
un ensayo de 1936, Walter Benjamin identificó dos tipos de “contadores de
historias”: “el que viene de lejos” y “el hombre que ha permanecido en casa
llevando una vida honrada y conoce las fábulas y tradiciones locales”. Berger
representó los dos tipos durante esos años en los Alpes, escribiendo Pig Earth
(1979), Once in Europa (1987) y Lilac and Flag (1990) –una trilogía de novelas
sobre la desaparición del campesinado europeo y su cultura—. Tal vez lo que
conecta Modos de ver con la menos conocida trilogía es la tentativa de revelar
lo que de otro modo seguiría escondido. “Lo que me impulsa a escribir es el
miedo de que, si no escribo, algo que debe ser dicho no lo será”, explica. Lo
que realmente soy es un hombre provisional”.
Le
pregunto si el deseo de vivir entre gentes que tienen acceso a su historia
compartida es lo que estaba detrás de su traslado a Quincy. “Es lo que descubrí
cuando llegué allí”, dice. El pasado está muy presente en mí y así ha sido
durante mucho, mucho tiempo. Me percaté bastante intensamente por vez primera
de esto cuando era un adolescente, a causa de la Primera Guerra Mundial. Ya
ves, yo creo que los muertos están entre nosotros”.
El
padre de Berger, Stanley, sirvió como mayor de infantería en las trincheras
durante la guerra de 1914-18 y fue condecorado con la Cruz Militar. Permaneció
en el ejército otros cuatro años, hasta 1922, organizando sepulturas de guerra
para los británicos caídos. Fue la madre de Berger, Miriam, una mujer de clase
obrera procedente de Bermondsey, Londres, quien lo ayudó a regresar a la vida
civil.
“A
lo que me estoy refiriendo es a una parte muy antigua de la consciencia humana.
Hasta puede que sea un rasgo definitorio de lo humano. Aunque ha sido olvidado,
y por mucho, en la segunda parte del siglo XX. Los muertos no son abandonados.
Se mantienen cerca físicamente. Son una presencia. Lo que crees estar mirando
en esta larga vía al pasado se halla, en realidad, al lado de donde tú te
encuentras.”
***
Antes
de irme y tras compartir varias copas de vino, Berger me enseña una caja. Es un
hermoso objeto. Tiene una tapa, debajo de la cual se encuentran cajas más
pequeñas llenas de fósforos. Cada una de ellas tiene pintada en su cubierta un
pájaro cantor distinto. “Alguien me dio esto de Rusia”, dice, casi en un
susurro. “Y yo pensé: ‘le voy a dar esto a Rosa Luxemburgo, que tanto amaba a
los pájaros y a las flamas encendidas’. Así que estoy escribiendo un texto para
acompañar el regalo que le voy a enviar. Luxemburgo, la revolucionaria
ruso-germana fue ejecutada y lanzada a un canal en Berlín en 1919. Pero yo me
digo: ‘Seguro que le va a encantar’.”
Se
ríe. Algo que sorprenderá a quien haya leído a Berger sin haberle conocido
nunca antes personalmente es su extraordinaria calidez. Una de las razones por
él invocadas para abandonar Inglaterra –aparte de su odio al “clasismo, tan
incrustado en la conducta y en el juicio británicos”— es que la impasibilidad
inglesa lo consideraba a él “indecentemente intenso”. Cuando menciono eso, se
limita a decir que, aunque “puedo ser
iracundo y descarado… la hospitalidad me parece una capacidad humana
increíblemente importante. Y la primera regla de la hospitalidad es aceptar la
presencia de alguien e intercambiar experiencias con él”.
“Nelska”
y “Jeanie” –como Bielski y Berger gustan de llamarse el uno al otro— están
recogiendo. Bielski sale de la cocina con una botella de Kir. La conversación
gira hacia la política. Con el ensayo de Walter Benjamin en mente, menciono a
los indignados [en castellano en el original], el movimiento de estudiantes,
jubilados y trabajadores públicos desempleados, cuya campaña de narración de
historias personales llevó a la creación del partido izquierdista Podemos en
España. Análogamente las mujeres de Irán, Turquía y la India, para las que la
expresión pública ha sido un instrumento vital en su lucha contra la misoginia
y los abusos violentos inveterados.
“Lo
sigo y lo apoyo completamente”, dice Berger, mientras se levanta para dar la
bienvenida a la nieta de Bielski, Helena, una estudiante universitaria en
París. “Y es muy importante subrayar que se trata de algo nuevo que abre un
escenario que no podíamos siquiera imaginar, porque es muy diferente de lo que
conocíamos hasta ahora”.
En
2009, Berger donó su archivo personal –una colección de cartas, borradores y
esbozos acumulados durante toda una vida y amorosamente guardados por su esposa
Beverly en un establo en Quincy— a la British Library. Pocos días antes de
encontrarme con Berger en París, Tom Overton, el investigador responsable de
catalogar el archivo, me explicaba cómo funcionó el proceso. “Yo me encontraba
con algo y no tenía la menor idea de lo que era”, dijo. “Lo escaneaba y se lo
mandaba por correo electrónico a Beverly. Más o menos en una semana, a menudo a
primera hora de la mañana o a última hora de la noche, recibía una llamada
telefónica. Y una voz familiar me decía: ‘¿Puedo contarle una historia?’.”
Traducción
para Sin Permiso: Antoni Domènech
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